martes, 3 de enero de 2023

César Rendueles

  El 26 de marzo de 1913 un estudiante ruso de vida disipada llamado Ilya estaba sentado en el café Rotonde, un tugurio bohemio en el bulevar Montparnasse de París. No tenía dinero para pagar la cuenta y esperaba que algún conocido entrara y le invitara. Aquella noche en la Rotonde se celebraba un baile de disfraces organizado por la Academia Neoescandinava que había degenerado en una barahúnda alcoholizada. Sin embargo, el local entero enmudeció cuando abrió la puerta y entró un hombre con aspecto de persona de orden, vestido con sombrero hongo y gabardina, que destacaba como si llevara un letrero luminoso entre la clientela habitual de pintores, músicos, borrachos, vagabundos y buscavidas. Ilya lo tomó por el diablo. Pero se equivocaba… más o menos.

    Se trataba de Julio Jurenito, un joven mexicano nacido en 1885 en Guanajuato. Hizo fortuna como bandolero, trabajó para la revolución tomando partido por Zapata y dirigió a los indios en la batalla de Celaya, donde fue derrotado el ejército de Villa. Aburrido de la revolución, viajó por el mundo estudiando matemáticas, filosofía, el oficio de tornero, el de electricista, hidrología, egiptología, y aprendió a tocar la ocarina, a jugar al ajedrez, economía política, versificación y una larga serie de ciencias, oficios, idiomas y juegos. Así, a los veintiocho años llegó a París. Pronto se formó a su alrededor un círculo de discípulos que lo veneraban como Maestro: un acaudalado estadounidense llamado mister Cool, un africano conocido como Aisha, un ruso existencialista y filosofante cuyo nombre era Alexei Spiridonovich… También, naturalmente, el propio Ilya, que no es otro que Ilya Ehrenburg, autor y personaje de la novela Las extraordinarias aventuras de Julio Jurenito , publicada en 1922.
    Jurenito estaba decidido a destruir la civilización occidental y recorría el continente disfrutando del creciente desorden. Así que recibió la noticia del estallido de la Gran Guerra con entusiasmo —«ahora el caos ha tomado forma, la locura ha pasado a ser un modo de vida»— y trató de intervenir en el conflicto como representante plenipotenciario de la (imaginaria) república de Labardán, con exigencias apenas un poco más irracionales que las que enfrentaban a las potencias europeas.

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