miércoles, 4 de marzo de 2020

Viktor Frankl

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Una vez que me visitó un rabino de Europa oriental y me contó su historia. Había perdido a su mujer y a sus seis hijos en el campo de concentración de Auschwitz, muertos en la cámara de gas, y ahora le ocurría que su segunda mujer era estéril. Le hice observar que la vida no tiene como única finalidad la procreación, porque entonces la vida en sí misma carecería de finalidad, y algo que en sí mismo es insensato no puede hacerse sensato por el solo hecho de su perpetuación. Ahora bien, el rabino enjuició su difícil situación, como judío ortodoxo que era, aludiendo a la desesperación que le producía el hecho de que a su muerte no habría ningún hijo suyo para rezarle el Kaddish.6 Pero yo no me di por vencido e hice un nuevo intento por ayudarle, preguntándole si no tenía ninguna esperanza de ver a sus hijos de nuevo en el cielo. Mas la contestación a mi pregunta fueron sollozos y lágrimas, y entonces salió a la luz la verdadera razón de su desesperación: me explicó que sus hijos, al morir como mártires inocentes7, ocuparían en el cielo los más altos lugares y él no podía ni soñar, como viejo pecador que era, con ser destinado a un puesto tan bueno. Yo no le contradije, pero repliqué: "¿No es concebible, rabino, que precisamente sea ésta la finalidad de que usted sobreviviera a su familia, que usted pueda haberse purificado a través de aquellos años de sufrimiento, de suerte que también usted, aun no siendo inocente como lo eran sus hijos, pueda llegar a ser igualmente digno de reunirse con ellos en el cielo? ¿No está escrito en los Salmos que Dios conserva todas nuestras lágrimas?8 Y así tal vez ninguno de sus sufrimientos haya sido en vano." Por primera vez en muchos años y, al amparo de aquel nuevo punto de vista que tuve la oportunidad de presentarle, el rabino encontró alivio a sus sufrimientos.

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