De la fiera infancia a bolero ambulante
Alfonso Tapia Herrejón
«Siempre he sido un caminante de la ciudad, durante décadas cargué el cajón en tramos largos de una colonia a otra. No tenía ningún problema. Pero hace dos años me operaron una hernia inguinal y los doctores me prohibieron cargar cosas pesadas. Porque la atrofia regresa».
La disposición a la vida ambulante y el gozo por andar la calle se originó en su fiera infancia. Dueño de su ruta Alfonso Tapia Herrejón se desayuna a la ciudad desde muy temprano. Practica −hace cuatro décadas−, el digno oficio de lustrar zapatos.
Entre aromas de gasolina blanca, cremas, tintas, betunes y grasa neutra para calzado el recorrido principia en el metro Tacubaya.
De una bodega salen el carrito de maletas, el cajón y la bolsa cargada con líquidos y pócimas adecuadas para el aseo escrupuloso del calzado.
Por ello el bolero ambulante no va solo en el vagabundaje por amplios bulevares, camellones, glorietas, plazas y avenidas, lo acompaña su carrito de maletas, el cual le aligera el viaje.
El espíritu andariego de Tapia lo impulsa a cumplir el itinerario por distintos rumbos de la gran ciudad. De Iztapalapa sale de su casa y acompaña a su hija Ana Esmeralda, enfermera del hospital ABC. Del barrio de Tacubaya va hacia la colonia Condesa para hacer un alto en la calle Zitácuaro. De ahí a un punto para él clave, la Comisión Federal de Electricidad, pues ahí recorre pasillos y oficinas con clientes cuya fidelidad y confianza permanece a lo largo de muchos años.
La mañana resulta apenas suficiente para la imponente demanda de sus servicios. El día aún no acaba, quedan muchas horas para ir de nuevo a la Condesa y acudir a los parques México y España y tocar a las puertas de los vecinos de las calles de Chilpancingo, Sonora, Alfonso Reyes, Juan Escutia, Salvatierra, Juan de la Barrera. Y las avenidas Amsterdam y Nuevo León.
Apreciado por los resultados de su trabajo, «un brillo permanente y lucidor en el calzado» sale al paso sobre el sentido profundo de cómo se gana la vida.
«Hay personas que me preguntan acerca de si hago mal o bien la boleada. Siempre apelo al derecho a la duda. Les digo, primero vean mi trabajo y luego juzguen. Yo sólo sé que procuro hacerlo con esmero y muchas ganas».
De alma transparente, sincero, en una tarde lluviosa me desvela los trucos para lograr una boleada impecable.
«Quitamos polvo y tierra a los zapatos con el cepillo, algunos colegas usan jabón para lavarlos. En mi caso prefiero hacerlo con gasolina blanca. Enseguida empezamos a untar crema a la piel y vamos a dejar que se humecte a fondo. Permitimos que los zapatos se oreen unos minutos. Empezamos a cepillar un zapato y luego el otro y seguimos aplicando crema».
Sigue el paso denominado del brillo y «el chiste lo tenemos −según cuenta Tapia− en aplicar la grasa neutra y al tiempo de cepillar y pasar el trapo de manera rápida y vigorosa por encima de la piel a fin de lograr un fulgor permanente».
Maestro consumado del arte de la boleada muestra a mis ojos sorprendidos distintas cremas de colores manufacturadas por él mismo.
«La única forma que tengo de lograr un trabajo de calidad, sobresaliente, es elaborando mi propia crema para el calzado. Compro productos incoloros y con tintas logro un color único, además de una densidad apropiada que penetre la piel a fondo».
Con 62 años a cuestas a Tapia le ha tocado vivir el México de la estabilidad económica y también el de las crisis recurrentes, de su exigente oficio estima le ha dado muchas satisfacciones y le ha permitido sortear las épocas de apreturas y vacas flacas.
«Vi salir a mis hijas con sus estudios adelante, mi señora y su servidor tenemos casa propia en Iztapalapa. Ahora ellas trabajan y le sacan provecho a sus conocimientos. No se han casado y viven con nosotros».
Pero la vida no siempre le ha sonreído, también hubo un tiempo en el que se vió en una esquina de la ciudad, con el vientre hecho un rechinadero de hambre, lloviendo, los zapatos rotos, en harapos, temblando al paso de cada policía, sin poder decirle a nadie: oiga usted, buenas noches, ¿me podría ayudar?
«Me golpearon tanto – me dice Tapia−, me golpearon tanto que no tuve más salida que la calle. Era un niño de cinco años edad sometido a una fiera infancia de palizas de la madre y el padrastro».
Ambos le tundían con igual saña y violencia y, más allá de los golpes, lo que más le dolió fue el profundo desamor de su progenitora.
Lo que siguió para él fue el vagabundeo por los laberintos de una ciudad en pujante crecimiento. Tener noticia de su odisea sacude a cualquiera pues resulta inimaginable la vida a salto de mata de un pequeño obligado a dormir en baldíos y hoteles de paso.
«Ora sí que era un vaguillo pero me gustaba trabajar y juntaba unos centavos con los cuales vendìa chicles, periódicos o la boleada. El chiste era obtener dinero para comer y vestir. Sobreviví sin broncas hasta los 14 años. De mi familia no supe nada. Vivía en la calle y hoteles baratos. Dependía de lo que tuviera uno, a veces había dinero y luego no. Tenía que dejar el hotel y entonces pasar la noche en un terreno baldío o donde fuera».
La feroz realidad endurecía a Tapia y fue justo el tiempo en que le ocurría un cambio de piel, de niño a joven, cuando la fatalidad lo alcanzó.
«Paseaba por el Bosque de Chapultepec y unos malandros me buscaron pleito, la verdad a esa edad uno no se deja de nadie. Ora si la misma vida te arrastra a defenderte como un perro rabioso. Eran muchachos de familia, riquillos. Ellos me vieron feo por mal vestido y mi aspecto desaseado. Se les hizo fácil ofenderme. Me pelié con ellos. Pero el que se me fue encima sacó una navaja de muelle. Traté de quitársela y al darle el jalón se fue de bruces y se provocó una herida de quince centímetros en el muslo superior de la pierna izquierda».
Presa del pánico Tapia fue detenido por los guardabosques, presentado ante el Ministerio Público en la novena Delegación. Desafortunadamente el joven herido y agresor era hijo de un agente policiaco cuyo propósito fue el de enviar al inocente al Tribunal para Menores.
«Allí pasé encerrado cuatro años, era el infierno. Debía sobrevivir y no dejarme de nadie. Si usted se deja lo hacen como a un trapeador. Imperaba la ley del más fuerte. La defensa era asunto de cada quién. Ninguno de los otros te iba a defender».
Y como una fatalidad casi siempre encadena a otra a Tapia le surgió un enemigo. Se trataba de un vigilante que le agarró tirria o quizás había recibido un soborno del agente policiaco empeñado en vengar la afrenta a su hijo.
El caso es que un mal día el guardia le propinó una salvaje golpiza al recluso y, sin embargo, el muchacho marcó un cabezazo en pleno rostro del agresor.
«Fui a dar a la Correccional y permanecí recluido hasta cumplir los 18 años de edad, me soltaron sin que hubiera un familiar de por medio».
Determinado a ser un hombre de bien logró colocarse en la desaparecida empresa Productos Pimienta. De modo natural se entusiasmó por la electromecánica industrial y debido a su buen empeño en los primeros años fue designado jefe de mantenimiento.
Antes de formar su propia familia su abuelo lo topó en la calle y le dijo que no anduviera solitario como un perro. Le propuso viviera en su casa con los suyos. Aceptó el ofrecimiento. Vivía con el viejo y trabajaba tenaz como electromecánico.
Una tarde la madre de Tapia fue a visitar a su padre. El muchacho lleno de resentimiento no quiso verla y salió de la casa. El abuelo le suplicó fuera amable con su progenitora. Madre e hijo se reconciliaron.
«Rescaté a mis cuatro hermanas y a mi mamá de ese rufían, él las maltrataba. Muy pronto, mis hermanas encontraron marido y mamá vivía solita en un departamento. La visitaba con frecuencia y la atendía. El gusto de recuperar su estima duró poco tiempo. Vivió solamente cinco años más».
Casado con Teresa Amaro procreó a dos hijas, Ana Esmeralda y Rebeca, la primera es licenciada en enfermería y la segunda “dos años menor” se graduó como ingeniero textil. La disposición y la entrega al estudio motivó a los esposos a apoyar a sus hijas, sobre todo en el tiempo en que emprendían sus carreras profesionales.
«Trabajé muy duro más de 20 años como técnico electromecánico pero las envidias y rivalidades me orillaron a pedir a mis patrones el retiro y la correspondiente liquidación».
Desempleado le fue difícil volverse a reinsertar en el trabajo, «fui a a varias empresas pero me di cuenta de que el salario era muy bajo».
Fue en ese punto de quiebre y con las hijas en la escuela preparatoria cuando decidió volver al mundo de la boleada. Como en la fiera infancia de nuevo agarró el cajón para nunca jamás desprenderse de él.
Ahora de su recorrido por bulevares, camellones, glorietas, fuentes y parques de la Condesa, así como de su incursión en el inmueble de CFE, asegura:
«No dejo el día por mínimo 500 pesos».
De los contrastantes destinos que le ha tocado protagonizar, Tapia me advierte, armado de sabiduría:
«No te preocupes por lo que te pasará en el futuro, agarra la vida como llega. Ve soluciones y deja los problemas. Pide cosas a la vida. No te resignes que al ser rico no tendrás tropiezos o que al ser pobre careces de existencia».
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José Alberto Castro es periodista y creador de documentales.
@jcastrom27
Fotografías: Fernando Velasco
Entre aromas de gasolina blanca, cremas, tintas, betunes y grasa neutra para calzado el recorrido principia en el metro Tacubaya.
De una bodega salen el carrito de maletas, el cajón y la bolsa cargada con líquidos y pócimas adecuadas para el aseo escrupuloso del calzado.
Por ello el bolero ambulante no va solo en el vagabundaje por amplios bulevares, camellones, glorietas, plazas y avenidas, lo acompaña su carrito de maletas, el cual le aligera el viaje.
El espíritu andariego de Tapia lo impulsa a cumplir el itinerario por distintos rumbos de la gran ciudad. De Iztapalapa sale de su casa y acompaña a su hija Ana Esmeralda, enfermera del hospital ABC. Del barrio de Tacubaya va hacia la colonia Condesa para hacer un alto en la calle Zitácuaro. De ahí a un punto para él clave, la Comisión Federal de Electricidad, pues ahí recorre pasillos y oficinas con clientes cuya fidelidad y confianza permanece a lo largo de muchos años.
La mañana resulta apenas suficiente para la imponente demanda de sus servicios. El día aún no acaba, quedan muchas horas para ir de nuevo a la Condesa y acudir a los parques México y España y tocar a las puertas de los vecinos de las calles de Chilpancingo, Sonora, Alfonso Reyes, Juan Escutia, Salvatierra, Juan de la Barrera. Y las avenidas Amsterdam y Nuevo León.
Apreciado por los resultados de su trabajo, «un brillo permanente y lucidor en el calzado» sale al paso sobre el sentido profundo de cómo se gana la vida.
«Hay personas que me preguntan acerca de si hago mal o bien la boleada. Siempre apelo al derecho a la duda. Les digo, primero vean mi trabajo y luego juzguen. Yo sólo sé que procuro hacerlo con esmero y muchas ganas».
De alma transparente, sincero, en una tarde lluviosa me desvela los trucos para lograr una boleada impecable.
«Quitamos polvo y tierra a los zapatos con el cepillo, algunos colegas usan jabón para lavarlos. En mi caso prefiero hacerlo con gasolina blanca. Enseguida empezamos a untar crema a la piel y vamos a dejar que se humecte a fondo. Permitimos que los zapatos se oreen unos minutos. Empezamos a cepillar un zapato y luego el otro y seguimos aplicando crema».
Sigue el paso denominado del brillo y «el chiste lo tenemos −según cuenta Tapia− en aplicar la grasa neutra y al tiempo de cepillar y pasar el trapo de manera rápida y vigorosa por encima de la piel a fin de lograr un fulgor permanente».
Maestro consumado del arte de la boleada muestra a mis ojos sorprendidos distintas cremas de colores manufacturadas por él mismo.
«La única forma que tengo de lograr un trabajo de calidad, sobresaliente, es elaborando mi propia crema para el calzado. Compro productos incoloros y con tintas logro un color único, además de una densidad apropiada que penetre la piel a fondo».
Con 62 años a cuestas a Tapia le ha tocado vivir el México de la estabilidad económica y también el de las crisis recurrentes, de su exigente oficio estima le ha dado muchas satisfacciones y le ha permitido sortear las épocas de apreturas y vacas flacas.
«Vi salir a mis hijas con sus estudios adelante, mi señora y su servidor tenemos casa propia en Iztapalapa. Ahora ellas trabajan y le sacan provecho a sus conocimientos. No se han casado y viven con nosotros».
Pero la vida no siempre le ha sonreído, también hubo un tiempo en el que se vió en una esquina de la ciudad, con el vientre hecho un rechinadero de hambre, lloviendo, los zapatos rotos, en harapos, temblando al paso de cada policía, sin poder decirle a nadie: oiga usted, buenas noches, ¿me podría ayudar?
«Me golpearon tanto – me dice Tapia−, me golpearon tanto que no tuve más salida que la calle. Era un niño de cinco años edad sometido a una fiera infancia de palizas de la madre y el padrastro».
Ambos le tundían con igual saña y violencia y, más allá de los golpes, lo que más le dolió fue el profundo desamor de su progenitora.
Lo que siguió para él fue el vagabundeo por los laberintos de una ciudad en pujante crecimiento. Tener noticia de su odisea sacude a cualquiera pues resulta inimaginable la vida a salto de mata de un pequeño obligado a dormir en baldíos y hoteles de paso.
«Ora sí que era un vaguillo pero me gustaba trabajar y juntaba unos centavos con los cuales vendìa chicles, periódicos o la boleada. El chiste era obtener dinero para comer y vestir. Sobreviví sin broncas hasta los 14 años. De mi familia no supe nada. Vivía en la calle y hoteles baratos. Dependía de lo que tuviera uno, a veces había dinero y luego no. Tenía que dejar el hotel y entonces pasar la noche en un terreno baldío o donde fuera».
La feroz realidad endurecía a Tapia y fue justo el tiempo en que le ocurría un cambio de piel, de niño a joven, cuando la fatalidad lo alcanzó.
«Paseaba por el Bosque de Chapultepec y unos malandros me buscaron pleito, la verdad a esa edad uno no se deja de nadie. Ora si la misma vida te arrastra a defenderte como un perro rabioso. Eran muchachos de familia, riquillos. Ellos me vieron feo por mal vestido y mi aspecto desaseado. Se les hizo fácil ofenderme. Me pelié con ellos. Pero el que se me fue encima sacó una navaja de muelle. Traté de quitársela y al darle el jalón se fue de bruces y se provocó una herida de quince centímetros en el muslo superior de la pierna izquierda».
Presa del pánico Tapia fue detenido por los guardabosques, presentado ante el Ministerio Público en la novena Delegación. Desafortunadamente el joven herido y agresor era hijo de un agente policiaco cuyo propósito fue el de enviar al inocente al Tribunal para Menores.
«Allí pasé encerrado cuatro años, era el infierno. Debía sobrevivir y no dejarme de nadie. Si usted se deja lo hacen como a un trapeador. Imperaba la ley del más fuerte. La defensa era asunto de cada quién. Ninguno de los otros te iba a defender».
Y como una fatalidad casi siempre encadena a otra a Tapia le surgió un enemigo. Se trataba de un vigilante que le agarró tirria o quizás había recibido un soborno del agente policiaco empeñado en vengar la afrenta a su hijo.
El caso es que un mal día el guardia le propinó una salvaje golpiza al recluso y, sin embargo, el muchacho marcó un cabezazo en pleno rostro del agresor.
«Fui a dar a la Correccional y permanecí recluido hasta cumplir los 18 años de edad, me soltaron sin que hubiera un familiar de por medio».
Determinado a ser un hombre de bien logró colocarse en la desaparecida empresa Productos Pimienta. De modo natural se entusiasmó por la electromecánica industrial y debido a su buen empeño en los primeros años fue designado jefe de mantenimiento.
Antes de formar su propia familia su abuelo lo topó en la calle y le dijo que no anduviera solitario como un perro. Le propuso viviera en su casa con los suyos. Aceptó el ofrecimiento. Vivía con el viejo y trabajaba tenaz como electromecánico.
Una tarde la madre de Tapia fue a visitar a su padre. El muchacho lleno de resentimiento no quiso verla y salió de la casa. El abuelo le suplicó fuera amable con su progenitora. Madre e hijo se reconciliaron.
«Rescaté a mis cuatro hermanas y a mi mamá de ese rufían, él las maltrataba. Muy pronto, mis hermanas encontraron marido y mamá vivía solita en un departamento. La visitaba con frecuencia y la atendía. El gusto de recuperar su estima duró poco tiempo. Vivió solamente cinco años más».
Casado con Teresa Amaro procreó a dos hijas, Ana Esmeralda y Rebeca, la primera es licenciada en enfermería y la segunda “dos años menor” se graduó como ingeniero textil. La disposición y la entrega al estudio motivó a los esposos a apoyar a sus hijas, sobre todo en el tiempo en que emprendían sus carreras profesionales.
«Trabajé muy duro más de 20 años como técnico electromecánico pero las envidias y rivalidades me orillaron a pedir a mis patrones el retiro y la correspondiente liquidación».
Desempleado le fue difícil volverse a reinsertar en el trabajo, «fui a a varias empresas pero me di cuenta de que el salario era muy bajo».
Fue en ese punto de quiebre y con las hijas en la escuela preparatoria cuando decidió volver al mundo de la boleada. Como en la fiera infancia de nuevo agarró el cajón para nunca jamás desprenderse de él.
Ahora de su recorrido por bulevares, camellones, glorietas, fuentes y parques de la Condesa, así como de su incursión en el inmueble de CFE, asegura:
«No dejo el día por mínimo 500 pesos».
De los contrastantes destinos que le ha tocado protagonizar, Tapia me advierte, armado de sabiduría:
«No te preocupes por lo que te pasará en el futuro, agarra la vida como llega. Ve soluciones y deja los problemas. Pide cosas a la vida. No te resignes que al ser rico no tendrás tropiezos o que al ser pobre careces de existencia».
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José Alberto Castro es periodista y creador de documentales.
@jcastrom27
Fotografías: Fernando Velasco
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