viernes, 21 de octubre de 2022

 Varlam Shalamov — quien, según Gustaw Herling, superviviente de un gulag, era «un escritor a quien todos los literatos del gulag, incluido Solzhenitsyn, rinden pleitesía»— fue arrestado por primera vez en 1929, cuando tenía sólo 21 años y era todavía un estudiante de derecho en la Universidad de Moscú. Fue condenado a tres años de trabajos forzados en Solovki, una isla que había sido reconvertida de monasterio ortodoxo en campo de concentración soviético. En 1937, fue arrestado de nuevo y condenado a cinco años en Kolymá, en la Siberia nororiental. Tirando por lo bajo, alrededor de tres millones de personas perecieron en esos campos árticos, donde una tercera parte, o más, de los prisioneros morían cada año. Shalamov pasó diecisiete años en Kolymá. Su libro Relatos de Kolymá está escrito con un estilo sobrio, chejoviano, sin ninguna de las connotaciones didácticas de las obras de Solzhenitsyn. Pero en escuetos apartes ocasionales y entre líneas, se puede leer un mensaje: «Quien cree que puede portarse de manera diferente nunca ha tocado el auténtico fondo de la vida; nunca ha tenido que exhalar su postrer aliento en “un mundo sin héroes”». Kolymá era un lugar en el que la moral había dejado de existir. En los que Shalamov denominó secamente «cuentos de hadas literarios», bajo la presión de la tragedia y de la necesidad se forman profundos vínculos humanos; pero ningún lazo de amistad o de afinidad era suficientemente fuerte como para sobrevivir a la vida en Kolymá: «Si la tragedia y la necesidad unían a las personas y hacían nacer entre ellas la amistad, entonces ni la necesidad era extrema ni la tragedia tan grande», escribió Shalamov. Extirpado todo el sentido de sus vidas, podría parecer que los prisioneros no tenían ya ningún motivo para seguir adelante; pero la mayoría estaban demasiado débiles como para aprovechar las oportunidades que de vez en cuando se les presentaban para poner fin a sus vidas del modo que ellos eligieran: «Hay ocasiones en las que un hombre ha de apresurarse a morir si no quiere perder la voluntad de hacerlo». Rotos por el hambre y el frío, caminaban insensibles hacia una muerte sin sentido. Shalamov escribió: «Hay demasiadas cosas que un hombre no debería saber ni ver, y si las ve, es mejor para él que muera». A su regreso de los campos, pasó el resto de su vida negándose a olvidar lo que había visto. Describiendo su viaje de vuelta a Moscú, escribió: Era como si me hubieran despertado de un sueño que había durado años. Y, de repente, me invadió el miedo y sentí un sudor frío por todo el cuerpo. Me asusté de la fuerza terrible del hombre, de su deseo y de su capacidad para olvidar. Me di cuenta de que estaba dispuesto a olvidarlo todo, a hacer borrón de veinte años de mi vida. Y cuando lo comprendí, me hice con el dominio de mí mismo, supe que no permitirla que mi memoria olvidara todo lo que había visto. Y recuperé la calma y me dormí. En sus peores momentos, la vida humana no es algo trágico, sino carente de significado. El alma está rota, pero la vida prosigue. Cuando la voluntad falla, cae la máscara de la tragedia. Sólo queda el sufrimiento. No hay modo de explicar la última pena. Pero si los muertos pudieran hablar, no los entenderíamos. Tenemos la prudencia de mantener la apariencia de la tragedia: de sernos revelada, la verdad no haría más que cegarnos. Tal y como escribió Czeslaw Milosz: Nadie se da a sí mismo impune los ojos de un dios Shalamov salió libre de Kolymá en 1951, pero se le prohibió abandonar la región. En 1953, recibió permiso para irse de Siberia, pero le fue prohibido vivir en una gran ciudad. Regresó a Moscú en 1956, donde descubrió que su mujer le había dejado y su hija repudiado. El día en que cumplía 75 años, solo en una residencia para la tercera edad, ciego y casi sordo, y con grandes 105 dificultades para hablar, dictó varios poemas breves al único amigo que le visitaba de vez en cuando, y éstos fueron publicados en el extranjero. Debido a aquello, fue trasladado del asilo a un hospital psiquiátrico, sin mermar un ápice su resistencia, convencido quizá de que lo enviaban de vuelta a Kolymá. Tres días más tarde, el 17 de enero de 1982, murió en «una pequeña habitación, con barrotes en las ventanas, mirando hada una puerta recubierta de relleno aislante y con una mirilla redonda».

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