martes, 7 de junio de 2022

 


Toda doctrina de la inevitabilidad es portadora de un acerado virus de nihilismo moral programado para atacar a la libre capacidad de acción humana y suprimir la resistencia y la creatividad del texto de las posibilidades humanas. La retórica de la inevitabilidad es un artero fraude dirigido a fomentar nuestra impotencia y nuestra pasividad ante unas fuerzas implacables que son, y siempre deben ser, indiferentes a lo puramente humano. Ese es el mundo de la interfaz robotizada, donde las tecnologías campan a sus anchas y protegen con firmeza al poder de todo cuestionamiento o desafío. Nadie ha sabido expresar esto con mayor perspicacia y economía de medios que John Steinbeck en los capítulos iniciales de su obra maestra Las uvas de la ira , en la que describe la suerte corrida por tantos y tantos granjeros en la época de la Gran Depresión que, expulsados de sus hogares en Oklahoma, se dirigieron hacia el oeste, hacia California, para probar fortuna allí. Aquellas familias fueron obligadas a abandonar las tierras que habían trabajado durante generaciones. En un momento previo a su desahucio, reciben la visita de unos empleados del banco, enviados allí básicamente para recordarles la realidad de su impotencia. Uno de los granjeros, lamentando la situación, trata de justificar su derecho a seguir allí por mucho que el banco quiera negarlo. Pero los empleados le responden diciendo: «El banco es algo más que hombres. Fíjate que todos los hombres del banco detestan lo que el banco hace, pero aun así el banco lo hace. El banco es algo más que hombres, créeme. Es el monstruo. Los hombres lo crearon, pero no lo pueden controlar»

Winner señala que nos hemos dejado arrastrar hacia una especie de compromiso con un modelo de inercia o deriva tecnológica , definido por la «acumulación de consecuencias imprevistas». Aceptamos la idea de que no se deben poner trabas a la tecnología si queremos que la sociedad prospere y, con ello, nos rendimos ante el determinismo tecnológico. Toda consideración racional de los valores sociales es juzgada como «retrógrada», escribe Winner, muy alejada de «las credenciales de civilización que otorga la tecnología científica. [...] Hasta el momento, cualquier insinuación de que el flujo del avance de la innovación tecnológica será limitado de algún modo [...] supone la violación de un tabú fundamental. [...] Así que aceptamos el cambio y, más tarde, echamos la vista atrás a lo que nos hemos hecho a nosotros mismos y lo estudiamos como un motivo de curiosidad». 71 A la «curiosidad» de Winner yo añadiría otro motivo: el remordimiento. Los líderes del capitalismo de la vigilancia dan por supuesto que sucumbiremos a la falacia naturalista igual que se suponía que los granjeros de Steinbeck también debían hacerlo. Dado que Google tiene éxito —porque el capitalismo de la vigilancia es un modelo de éxito—, sus reglas de acción tienen que ser obviamente justas y buenas, vienen a decirnos. Como aquellos empleados del banco, Google quiere que aceptemos que sus reglas simplemente reflejan los requerimientos de unos procesos autónomos, de algo que las personas no pueden controlar. Sin embargo, nuestro análisis de la lógica interna del capitalismo de la vigilancia indica algo muy distinto. Fueron hombres y mujeres quienes lo crearon, y los hombres y las mujeres pueden controlarlo. Ocurre simplemente que optan por no hacerlo. 


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