lunes, 14 de junio de 2021

 


Hace unos dos mil trescientos años, Epicuro advirtió a sus discípulos que era probable que la búsqueda desmesurada de placer los hiciera más desgraciados que felices. Un par de siglos antes, Buda había hecho una afirmación todavía más radical al enseñar que la búsqueda de sensaciones placenteras es en realidad la raíz misma del sufrimiento. Dichas sensaciones son solo vibraciones efímeras y sin sentido. Incluso cuando las sentimos, no reaccionamos ante ellas con alegría; por el contrario, ansiamos más. De ahí que, por muchas que vaya a sentir, las sensaciones dichosas o emocionantes nunca me satisfarán. Si identifico la felicidad con sensaciones placenteras y fugaces, y anhelo experimentarlas cada vez en mayor cantidad, no tengo más opción que buscarlas de forma constante. Cuando finalmente las consigo, desaparecen enseguida, y, puesto que el simple recuerdo de los placeres pasados no me satisfará, tendré que volver a empezar una y otra vez. Incluso si prolongo esta búsqueda durante décadas, nunca me proporcionará ningún logro duradero; por el contrario, cuanto más anhelo esas sensaciones placenteras, más estresado e insatisfecho me sentiré. Para conseguir la felicidad real, los humanos necesitan desacelerar la búsqueda de sensaciones placenteras, no acelerarla. Esta visión budista de la felicidad tiene mucho en común con la visión bioquímica. Ambas coinciden en que las sensaciones agradables desaparecen con la misma rapidez con que surgen, y que mientras las personas deseen sensaciones placenteras sin, en realidad, experimentarlas, seguirán sintiéndose insatisfechas. Sin embargo, este problema tiene dos soluciones muy diferentes. La solución bioquímica es desarrollar productos y tratamientos que proporcionen a los humanos un sinfín de sensaciones placenteras, de modo que nunca nos falten. La sugerencia de Buda era reducir nuestra ansia de sensaciones agradables y no permitir que estas controlen nuestra vida. Según Buda, podemos entrenar nuestra mente para que aprenda a observar detenidamente cómo surgen y pasan constantemente dichas sensaciones. Cuando la mente sepa ver nuestras sensaciones como lo que son, vibraciones efímeras y sin sentido, dejará de interesarnos buscarlas. Porque ¿qué sentido tiene correr tras algo que desaparece tan deprisa como aparece? Hoy en día, la humanidad está mucho más interesada en la solución bioquímica. No importa lo que digan los monjes en sus cuevas del Himalaya o los filósofos en sus torres de marfil; para el gigante capitalista, la felicidad es placer. Punto. Con el tiempo, nuestra tolerancia a las sensaciones desagradables se reduce, y aumenta nuestro anhelo de sensaciones agradables. Tanto la investigación científica como la actividad económica se orientan a este fin, y cada año se producen mejores analgésicos, nuevos sabores de helados, colchones más cómodos y juegos más adictivos para nuestros teléfonos inteligentes, de modo que no padezcamos ni un solo instante de tedio mientras esperamos el autobús. Todo esto no bastará, desde luego. La evolución no adaptó a Homo sapiens para que experimentara el placer constante, por lo que si, a pesar de ello, eso es lo que la humanidad quiere, helados y teléfonos inteligentes no bastarán. Habrá que cambiar nuestra bioquímica y remodelar nuestro cuerpo y nuestra mente. Así que ya estamos trabajando en ello. Se puede debatir si es algo bueno o malo, pero parece que el segundo gran proyecto del siglo XXI (garantizar la felicidad global) implicará remodelar Homo sapiens para que pueda gozar del placer perpetuo.

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