martes, 15 de enero de 2013

José Martí


 


De niño sufrió privaciones; de adolescente, los horrores del presidio político, la deportación de su amada tierra natal; de hombre, las angustias de la incomprensión, los desengaños y hasta la hostilidad de muchos, en su incansable lucha por plasmar la nueva revolución redentora. Conoció a fondo las entrañas humanas. Los cardos y las orugas.
Pero, sin embargo, el jardinero de la rosa blanca, cuando se encontraba rodeado de seres amados, sostenía convencido:
-No hay quien no tenga algo bueno, falta saberlo descubrir.



Debido a las gestiones de José María Sardá, rico contratista catalán y amigo de la familia de Martí, el joven rebelde fue indultado en septiembre de 1870, debiendo ser confinado en Isla de Pinos.
Al llegar a la finca “El Abra” de Sardá, en Nueva Gerona, donde residió hasta su deportación a España, lo primero que hizo el catalán fue librarlo de los dolorosos grillos. Martí le expresó emocionado su agradecimiento, y le pidió que se los entregara como el obsequio más valioso que podía hacerle.
Cuando Martí se paseaba por las habitaciones de la casa, llevaba los anillos en los bolsillos del pantalón y hundía en ellos las manos como para sentir mejor los hierros que habían macerado su carne. Y de noche los colocaba bajo su almohada para no olvidar el dolor de los cubanos oprimidos y torturados en el presidio político.




En cierta ocasión el propietario de un restaurante cubano de Nueva York ofreció un almuerzo en honor de Martí. Aunque la comida era frugal, el dueño pidió prestada una magnífica vajilla que incluía hasta enjuagatorios.
Al final de la fiesta, uno de los comensales al encontrar un pedazo de limón en su enjuagatorio y no estando acostumbrado a tal práctica, pensó que se trataba de una limonada y se la bebió. Sus vecinos comenzaron a sonreírse, pero Martí, percibiendo la ofuscación del hombre, con toda seriedad alzó su enjuagatorio y se bebió el contenido.

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