miércoles, 24 de febrero de 2016

Umberto Eco


'Ejercita la memoria', el consejo que Umberto Eco dejó a los jóvenes

El filósofo escribió en 2014 una carta abierta dedicada a su nieto


Son los consejos de un abuelo y un nieto, pero, al tratarse del recientemente fallecido escritor y filósofo italiano Umberto Eco, su significado trasciende el ámbito personal. El semanario italiano L'Espresso invitó hace algo más de un año a catorce autores a escribir sobre el 2014. Eco decidió firmar una carta abierta a su nieto adolescente y, por extensión, a todos los millennial: "Quiero hablarte de un mal que ha afectado a tu generación e incluso a los chicos más mayores que tú, que están en la universidad: la pérdida de la memoria".
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En este texto, el abuelo explica a su nieto que el cerebro es el mejor de los ordenadores porque cuenta con muchas más conexiones, es una herramienta que siempre llevamos encima y, al contrario que las máquinas, mejora con el uso sin necesidad de sustituirse.
 
Un día Eco se enfrentó a un popular vídeo de YouTube, en el que cuatro concursantes de un programa de televisión menores de 35 años desconocían datos básicos del siglo XX, como la fecha aproximada de fallecimiento de Hitler y la de Mussolini. Para el italiano, la grabación confirma que existe una generación que carece de conocimientos generales de historia. "Para los jóvenes el pasado se ha aplanado en una enorme nebulosa indiferenciada", aseguró entonces.
En la carta abierta a su nieto, Eco incluye un puñado de consejos que aplicar en el mundo tecnológico en el que el adolescente y su generación van a madurar. Los repasamos:
- El amor y el sexo no son como internet los pinta
"Parto de la idea de que eres heterosexual. De lo contrario, adapta el consejo a tu caso: mira a las chicas de tu escuela o de donde vayas a jugar, porque son mejores que las que ves en televisión y un día te darán más satisfacciones que las que ves en internet (...). Si yo hubiera descubierto el sexo a través del ordenador, tu padre no hubiera nacido y tú no existirías en absoluto".
- Que internet no te impida aprehender
"Es cierto que, si tienes el deseo de saber quién era Carlomagno o dónde está Kuala Lumpur, solo tienes que pulsar unos botones e internet te lo dirá en el momento. Hazlo cuando lo necesites, pero intenta retener la información para que no tengas que consultar una segunda vez (...). La memoria es un músculo, como los de las piernas, que si no se ejercita se atrofia y hace que te conviertas en discapacitado (desde el punto de vista mental) y, por tanto, en un idiota".
- Sigue la dieta de la memoria
"Cada mañana, memoriza algunos versos o una breve poesía. (...) Y quizá compite con tus amigos por ver quién recuerda mejor. Si la poesía no gusta, hazlo con alineaciones de equipos de fútbol".
- Los pequeños detalles son importantes
"Comprueba si tus amigos recuerdan los que eran los sirvientes de los tres mosqueteros y D' Artagnan (Grimaud, Bazin, Mosquetón y Planchet). Si no quieres leer Los tres mosqueteros (no sabes lo que te pierdes) hazlo con una historia que hayáis leído".
- Lo que ocurrió antes de que nacieras también cuenta
"Hoy para ir al cine se debe entrar a una hora fija, cuando la película comienza. (...) En mis tiempos se podía entrar en cualquier momento, es decir, incluso a mitad de metraje. Se llegaba mientras estaba ocurriendo algo y se intentaba entender lo que había pasado. La vida es como ver una película en mis tiempos. Llegamos a ella cuando muchas cosas ya han ocurrido, hace siglos o milenios, y es importante saber que lo que ha pasado antes de que naciéramos sirve para entender mejor porqué hoy suceden muchas cosas nuevas (...). La escuela debe enseñarte a memorizar lo que pasó antes de que nacieras, pero parece ser que no lo está haciendo bien".
http://verne.elpais.com/verne/2016/02/24/articulo/1456303919_868490.html?id_externo_rsoc=FB_CM

martes, 23 de febrero de 2016

El universo inacabado de Marina Keegan


Solo tenía 22 años al morir. La que era gran promesa literaria de EE UU pervive como referencia

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La fotografía en la portada del libro engaña. El rostro de Marina Keegan corresponde más a una adolescente que a la voz enérgica y rebelde que desvelan las páginas interiores. Tampoco encaja su abrigo amarillo brillante bajo la melena pelirroja. Un retrato alegre de la escritora Keegan, de 22 años, para un libro publicado póstumamente. Una de las grandes promesas literarias de Estados Unidos perdió la vida hace dos años en un accidente de tráfico. Las grandes cabeceras le dedicaron extensos obituarios. Días antes de morir se había graduado en la Universidad de Yale, donde estudió Escritura Creativa con doble licenciatura en Inglés. Su novio se quedó dormido al volante mientras viajaban a casa de sus padres. Él salió ileso. Marina murió en el acto. La breve trayectoria de esta escritora —interrumpida poco antes de que comenzara a trabajar en la revista The New Yorker— no impidió que se convirtiera en una referencia para la comunidad universitaria de Yale, atrayendo el interés y el respaldo de profesores como Harold Bloom, su mentor.
"Cuando muere una persona joven, la mayor parte de esa tragedia radica en su promesa: lo que habría conseguido. Pero Marina dejó lo que ya había hecho: un trabajo literario mucho mayor de lo que pueden abrazar estas dos tapas", escribe en el prólogo Anne Fadiman, periodista, escritora, mentora y editora del volumen póstumo de Keegan. Una selección de ese trabajo ha conquistado a crítica y lectores con los 18 ensayos de ficción y no ficción reunidos en The opposite of loneliness (Lo opuesto de la soledad).
El título procede de su ensayo más conocido y es el término que buscaba para describir “lo que quiero en la vida”, tal y como escribió Keegan en la revista conmemorativa de su graduación en 2012. “Por lo que doy las gracias por haber encontrado en Yale y lo que temo perder cuando despertemos mañana y abandonemos este lugar”, decía, era ese opuesto a la soledad. Apenas una semana después de publicar el artículo en la web Yale Daily News, el texto había recibido más de un millón de visitas. Sus palabras —"… cuando ya has pagado la cuenta y te quedas en la mesa. Cuando son las cuatro de la mañana y nadie se acuesta. Esa noche con la guitarra. Esa noche que no podemos recordar. Esa vez que fuimos, vimos, nos reímos, sentimos…"— dibujaron un reflejo de ilusión e idealismo que tuvo un potente eco en miles de universitarios.
Los mismos que se encontraron sorprendidos por la denuncia de Keegan, —sin tapujos, y con la misma energía con la que colaboró en el movimiento Occupy Wall Street en 2011— ante la cantidad de graduados del Ivy League que acaban aceptando trabajos en el sector financiero. “Hay algo deprimente en el hecho de que tantos de nosotros estemos apostando por una carrera en la que no producimos nada, no ayudamos a nadie, ni hacemos algo que nos apasione”, protestó en Las alcachofas también dudan.
"Tenemos tanto tiempo por delante. Recordemos que todavía somos capaces de conseguir cualquier cosa..."
Keegan se permite emitir esas lecciones después de conectar con el cordón umbilical de los llamados millenials (los nacidos en la década de los años 2000) en Cold Pastoral, uno de sus ensayos de ficción, que trata sobre la muerte de un joven estudiante: “No podía dormir y acabé viendo sus 700 fotos en Facebook hasta que caí dormida delante del ordenador. ¿Qué se supone que debo sentir? ¿Qué dice la muerte de Brian de nuestra generación?”.
En Winter break, (término que se emplea para referirse a las vacaciones de Navidad estadounidenses), cuando muchos estudiantes se enfrentan al regreso a casa, Keegan escribió sobre el reencuentro con unos padres que hace tiempo se convirtieron en extraños —“mi familia es como la de cualquiera: suficientemente funcional. No fue hasta que llegué a la universidad cuando me di cuenta de que todo el mundo tiene líos en casa”—.
Los padres de Keegan han colaborado en la selección de sus ensayos, que aparecieron publicados la pasada primavera. En ellos la joven abre una ventana a sus propias experiencias como autora —“todo parecía merecer ser contado y tenía dificultades dejar de escribir todo lo que empezaba”—, el nivel de irresponsabilidad con el que pareció responder a su alergia al gluten, —a pesar de que su madre movilizó a las autoridades de Yale para que incluyeran alimentos adecuados en el menú—; o la evolución de su creatividad, insaciable, desde niña: “Me gustaba llamar la atención. Llevaba pijamas del arco iris a clase y participaba en las obras de teatro. Cantaba sola y siempre levantaba la mano. Tenía una confianza tranquila que me acompañó siempre”.
Y en la mayoría de los capítulos trasluce una de las grandes inseguridades que marca su generación, esa que tiene mayor acceso a la educación y a la información, la más conectada, pero también la que sufre mayores presiones —las circunstancias económicas no ayudan— para ser aún más relevantes. “Todo el mundo piensa que es especial. Mi abuela por Marlboro. Mis padres por las discotecas y la llegada a la Luna”, reflexiona en Canción para los especiales. “Nos dicen que podemos ser cualquier cosa. Que nadie es como nosotros. Pero busqué mi nombre en Facebook y hay ocho caras mirándome a los ojos. Cuando muramos, nuestros epitafios dirán lo mismo”.
Fadiman describe la prosa de Keegan como vibrante, fresca, vívida y nada pretenciosa. “Era valiente, profundamente idealista, pero tenía suficiente ironía e ingenio como para que su idealismo nunca sonara soso”, explica en un correo electrónico. “Era el tipo de idealismo con el que se pueden identificar lectores jóvenes, inteligentes y sofisticados”. Ese idealismo, ausente en gran parte de la narrativa de ficción más joven de Estados Unidos, desborda algunos de los ensayos de Keegan. “Marina tenía 21 años y su escritura suena como de esa edad”, relata Fadiman. “Era inteligente, alguien que conocía el lenguaje y que entendía que había pocos temas mejores que la juventud, las dudas, las sorpresas, la frustración y la esperanza”. Pero la autora también aparece aislada en el selecto mundo de Yale y las vacaciones en Cape Cod, la promesa de un talento sin contestar y las limitaciones de una clase alta estadounidense, con la que no toda su generación se podrá identificar.
Los padres de Keegan han colaborado en la selección de sus ensayos, que aparecieron publicados la pasada primavera
Sí lo hicieron miles de estudiantes en el homenaje dedicado a Keegan por la universidad, la página web dedicada en la fecha de su cumpleaños o el más de un millón de lectores de su ensayo más famoso. La joven denunció por igual la guerra de Irak, el ecologismo, o las inseguridades personales que pueden dominar —y arruinar— la vida sentimental de cualquier universitario. Presidía el Partido Demócrata de Yale —la organización política más grande del campus y que estuvo detrás de Occupy Wall Street—. También actuó y escribió obras de teatro de la universidad. “Cuando vivía, era muy conocida entre los estudiantes, porque sus intereses abarcaban varios mundos que suelen estar separados: literatura, teatro y política”, recuerda Fadiman. “Después de morir, sus amigos de todas estas áreas se reunieron para preservar su memoria de diferentes maneras. Muchos de ellos son artistas, escritores y actores de teatro. Su trabajo tuvo mucho impacto”. Se habían contagiado de la voz de Keegan: “Somos tan jóvenes. Somos tan jóvenes. Tenemos 21 años. Tenemos tanto tiempo por delante. Recordemos que todavía somos capaces de conseguir cualquier cosa".
 http://cultura.elpais.com/cultura/2014/07/30/babelia/1406736544_592735.html

Marina Keegan

KEEGAN: The Opposite of Loneliness

Staff Reporter
Photo Credit:
The piece below was written by Marina Keegan ’12 for a special edition of the News distributed at the class of 2012’s commencement exercises last week. Keegan died in a car accident on Saturday. She was 22.
We don’t have a word for the opposite of loneliness, but if we did, I could say that’s what I want in life. What I’m grateful and thankful to have found at Yale, and what I’m scared of losing when we wake up tomorrow and leave this place.
It’s not quite love and it’s not quite community; it’s just this feeling that there are people, an abundance of people, who are in this together. Who are on your team. When the check is paid and you stay at the table. When it’s four a.m. and no one goes to bed. That night with the guitar. That night we can’t remember. That time we did, we went, we saw, we laughed, we felt. The hats.
Yale is full of tiny circles we pull around ourselves. A cappella groups, sports teams, houses, societies, clubs. These tiny groups that make us feel loved and safe and part of something even on our loneliest nights when we stumble home to our computers — partner-less, tired, awake. We won’t have those next year. We won’t live on the same block as all our friends. We won’t have a bunch of group-texts.
This scares me. More than finding the right job or city or spouse – I’m scared of losing this web we’re in. This elusive, indefinable, opposite of loneliness. This feeling I feel right now.
But let us get one thing straight: the best years of our lives are not behind us. They’re part of us and they are set for repetition as we grow up and move to New York and away from New York and wish we did or didn’t live in New York. I plan on having parties when I’m 30. I plan on having fun when I’m old. Any notion of THE BEST years comes from clichéd “should haves…” “if I’d…” “wish I’d…”
Of course, there are things we wished we did: our readings, that boy across the hall. We’re our own hardest critics and it’s easy to let ourselves down. Sleeping too late. Procrastinating. Cutting corners. More than once I’ve looked back on my High School self and thought: how did I do that? How did I work so hard? Our private insecurities follow us and will always follow us.
But the thing is, we’re all like that. Nobody wakes up when they want to. Nobody did all of their reading (except maybe the crazy people who win the prizes…) We have these impossibly high standards and we’ll probably never live up to our perfect fantasies of our future selves. But I feel like that’s okay.
We’re so young. We’re so young. We’re twenty-two years old. We have so much time. There’s this sentiment I sometimes sense, creeping in our collective conscious as we lay alone after a party, or pack up our books when we give in and go out – that it is somehow too late. That others are somehow ahead. More accomplished, more specialized. More on the path to somehow saving the world, somehow creating or inventing or improving. That it’s too late now to BEGIN a beginning and we must settle for continuance, for commencement.
When we came to Yale, there was this sense of possibility. This immense and indefinable potential energy – and it’s easy to feel like that’s slipped away. We never had to choose and suddenly we’ve had to. Some of us have focused ourselves. Some of us know exactly what we want and are on the path to get it; already going to med school, working at the perfect NGO, doing research. To you I say both congratulations and you suck.
For most of us, however, we’re somewhat lost in this sea of liberal arts. Not quite sure what road we’re on and whether we should have taken it. If only I had majored in biology…if only I’d gotten involved in journalism as a freshman…if only I’d thought to apply for this or for that…
What we have to remember is that we can still do anything. We can change our minds. We can start over. Get a post-bac or try writing for the first time. The notion that it’s too late to do anything is comical. It’s hilarious. We’re graduating college. We’re so young. We can’t, we MUST not lose this sense of possibility because in the end, it’s all we have.
In the heart of a winter Friday night my freshman year, I was dazed and confused when I got a call from my friends to meet them at EST EST EST. Dazedly and confusedly, I began trudging to SSS, probably the point on campus farthest away. Remarkably, it wasn’t until I arrived at the door that I questioned how and why exactly my friends were partying in Yale’s administrative building. Of course, they weren’t. But it was cold and my ID somehow worked so I went inside SSS to pull out my phone. It was quiet, the old wood creaking and the snow barely visible outside the stained glass. And I sat down. And I looked up. At this giant room I was in. At this place where thousands of people had sat before me. And alone, at night, in the middle of a New Haven storm, I felt so remarkably, unbelievably safe.
We don’t have a word for the opposite of loneliness, but if we did, I’d say that’s how I feel at Yale. How I feel right now. Here. With all of you. In love, impressed, humbled, scared. And we don’t have to lose that.
We’re in this together, 2012. Let’s make something happen to this world.
 http://yaledailynews.com/blog/2012/05/27/keegan-the-opposite-of-loneliness/

lunes, 22 de febrero de 2016

Milkha Singh

The 'Flying Sikh' who won India's first Commonwealth gold

  • 1 August 2014
  •  
  • From the sectionMagazine

Milkha Singh at the 1960 Rome Olympics


It was the night before the 440 yards final at the British Empire and Commonwealth games in Cardiff and Milkha Singh was having trouble sleeping.
When Milkha Singh took to the track at the 1958 Commonwealth Games in Cardiff most people had never heard of him. But he was to make history there and is now hailed as one of India's greatest athletes.
"When a person makes it to the final he is under so much stress that he is unable to sleep," recalls Singh. "It was a very difficult night."
Singh had won two gold medals at the Asian Games in Tokyo just a month before, but the Commonwealth Games were different.
"No-one had heard of Milkha Singh at the Commonwealth Games," he says. "There were competitors from Australia, England and Canada, from Uganda, Kenya and Jamaica - the athletes who took part were world class."


He also had the hopes of the Commonwealth's most populous nation weighing heavy on his shoulders. India had never won a gold medal in the history of the games.
Singh grew up in a small village in what, during his childhood, was still British India. He would walk 10km barefoot to school every day, crossing burning sands, and wading through two canals, his books balanced on his head.
He was a teenager in 1947, when partition created the two sovereign nations of India and Pakistan. Punjab, where Singh lived, was divided between the two countries and some found themselves on the wrong side of this new border.
Many Sikhs and Hindus faced persecution in Pakistan as did many Muslims in India. About half a million people were killed and millions more displaced.


As Sikhs in Pakistan, Singh's family did not escape the violence.
Terrible images of dogs and vultures scavenging on mutilated bodies still haunt Singh's memories of that time. He remembers people were so fearful that they killed their young daughters rather than risk them being kidnapped.
"My village was surrounded," he recalls. "We were told to convert to Islam or prepare to die."
When their village was attacked - by outsiders, he emphasises, not by Muslim neighbours - Singh witnessed the murder of his parents and some of his brothers and sisters.
He escaped to the jungle with a group of other boys, then managed to get on a train bound for Delhi.
The trains were being searched by vigilante groups, but the boys hid under the seats in the ladies' carriage and begged the women not to turn them in. They didn't and the boys survived.
After several difficult years living in Delhi, Singh joined the Indian Army - and it was here that his athletic prowess emerged. His instructor in the army taught him how to run properly and after coming sixth in a cross-country race against 400 other soldiers, he was selected for further training.
"All of this started when I was with the army," he says. "I give credit to them for making me a world famous name."
In 1958, on the day of the big race in Cardiff, the athletes were taking their place on the starting line. Singh knew that the man to beat was South Africa's Malcolm Spence.
"My coach convinced me - drilled it into my head - that I could win the race regardless of whether Spence was a world class, world record holder. He was nothing before me if I ran my race as planned."

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Singh in army uniform with India's then Prime Minister Jawaharlal Nehru

The stadium was full but Singh remembers there were just two or three Indians among the spectators - one of those watching was Vijay Lakshmi, the sister of the then Indian Prime Minister Jawaharlal Nehru.
"I said my prayers, I touched my forehead to the ground and said to God, 'I am going to try my best but India's honour is in your hands,'" Singh says.
The runners took their marks and the race began. Just as his coach instructed, Singh ran the first 350 yards of the race as fast as he could - he delved deep into his reserves and took the lead but Spence followed close behind him.
"While I was running, I stole a glance sideways and saw Spence just behind my shoulder. He almost reached me but couldn't edge past. I won the race by a margin of just half-a-foot."
The stadium erupted as Singh crossed the finish line. "Everyone was shocked at how this boy from rural India, who used to run barefoot and who had never received any training, had won gold in the Commonwealth Games," he says.
Singh had tears in his eyes as he took his place on the medal podium. India's tricolour was hoisted up the flag pole and the anthem rang out around the stadium. "I was crying with joy and thinking to myself, 'Milkha Singh, today you have truly done India proud.'"
After the race, Nehru's sister came to congratulate him and said that her brother, the Prime Minister, wanted to know what he would like as a reward.
"Back in those days we were too simple to know what to ask for and how. I could have asked for 200 acres in Punjab or two to three bungalows in Delhi. But in those times I was very embarrassed to ask for anything. All I asked was that the Prime Minister declare a day's holiday in India - and he did."


Singh returned home to a hero's welcome. Military bands greeted the entire Indian team at the airport and they were invited to meet Prime Minister Nehru. "Our reception was overwhelming. The Indian team was given a lot of respect everywhere," he says.
Singh continued to run for his country - he came fourth in the 1960 Olympic Games in Rome, just beaten to the bronze medal by Spence, his main rival from Cardiff.
That same year, he was invited to take part in the 200m event at an International Athletic competition in Lahore, Pakistan. He hadn't been back to Pakistan since fleeing in 1947 and initially refused to go.
"How can a boy, who has seen his parents murdered before his eyes one night, their throats slashed in front of him, his brothers and sisters hacked to death, ever forget those images?" he says.
But hearing that Singh wasn't going to go to Pakistan, Nehru asked to see him and convinced him to change his mind. "He said to me, 'They are our neighbours. We have to maintain our friendship and love with them. Sport fosters these things, therefore you should go.'"
Singh did go to Pakistan and recalls that when he crossed the border he saw children lining the road holding the flags of India and Pakistan - the welcome was "overwhelming".

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Milkha Singh attends the the launch of the film Bhaag Milkha Bhaag in 2013

His main rival in the event was Pakistan's Abdul Khaliq. Newspapers and banners along the street in Lahore were describing it not only as a clash between these two athletes but as "a clash between Pakistan and India".
Despite the huge support for Khaliq in the stadium, Singh went on to win that race while Khaliq took the bronze medal. As Gen Ayub Khan, Pakistan's second president, awarded the competitors their medals, Singh received the nickname that would stick with him for the rest of his life.
"Gen Ayub said to me, 'Milkha, you came to Pakistan and did not run. You actually flew in Pakistan. Pakistan bestows upon you the title of the Flying Sikh.' If Milkha Singh is known as the Flying Sikh in the whole world today, the credit goes to General Ayub and to Pakistan," Singh says.
Now, nearly 55 years on, with more than 77 international race wins to his name and a successful Bollywood film made of his life story, the Flying Sikh still has one outstanding ambition. He wants to live to see an Indian win Olympic gold in a track and field event, adding to the country's current haul of gold medals in hockey and shooting.
"My greatest desire before I die is to see an Indian win the gold medal that I lost in the Olympics," he says.
"My last wish before leaving this world is to see an Indian athlete, male or female, shine and give me the opportunity to see India's tricolour hoisted in the Olympic arena and hear the national anthem played there. This is my last wish."

Pia Mancini: How to upgrade democracy for the Internet era


sábado, 20 de febrero de 2016

Umberto Eco: ‘People are tired of simple things’

 
Umberto Eco was tired when I met him in 2011. At 80, he was in the middle of an arduous 20-day tour to promote his novel The Prague Cemetery, and he was sagging. I didn’t much like the novel we were there to discuss – it seemed to me that his complex, conspiracy-based fictions had become formulaic – and we had some comic misunderstandings based on his unfamiliarity with idiomatic English. “What is a ‘return to form’?” And yet the meeting was a memorable one, and I knew I’d been fortunate to encounter him, even this late in his career – a hugely successful writer but, more interestingly, a rare example of the public intellectual.
His conversation tended to proceed by bursts of lightning. From the dense clouds – we tried to get to grips with The Prague Cemetery but the will was weak – he would suddenly produce a glorious, shimmering aperçu. “Italy is not an intellectual country,” he told me as we discussed Silvio Berlusconi’s political success. “On the subway in Tokyo everybody reads. In Italy, they don’t. Don’t evaluate Italy from the fact that it produced Raphael and Michelangelo.”
The key to his career was that fame came to him relatively late: his bestseller The Name of the Rose was published in 1980, when he was 48 and established as a professor of semiotics at the University of Bologna. He wrote the book, a murder mystery set in a 14th-century monastery, at the behest of an Italian publisher looking to publish a series of short thrillers. Eco, who always had a fondness for writing literary spoofs, accepted because he said he “felt like poisoning a monk”.
In an echo of Beethoven, who, commissioned to produce a waltz on a rather banal musical theme, conjured up the vast and complex Diabelli Variations, Eco wrote a 500-page behemoth that managed, as publicists might say, to marry Borges with Conan Doyle, a crime procedural encased in all manner of philosophical reflection and literary game-playing. The book proved a phenomenon, selling 10m copies in 30 languages and becoming a successful (though far more linear) film in 1986, with Sean Connery as the Holmesian monk-detective William of Baskerville.
Eco’s later novels, including Foucault’s Pendulum (1988), The Island of the Day Before (1994) and Baudolino (2000), also sold well and he could have given up the day job. But he never did. “I am a philosopher,” he insisted. “I write novels only on the weekends.”
He wrote half a dozen novels, but his works on semiotics, critical theory and aspects of philosophy (his earliest academic training was in medieval philosophy) are close to 10 times that number. He was one of those figures, not unfamiliar in France or Italy, who is hard to imagine in the Anglo-Saxon world: interested in everything; not bothered about demarcations of posh or pop (as a semiotician, he thought everything could be decoded), immersed in Borgesian puzzles and literary jokes, and able to be at the same time both funny and deadly serious about them. Italians are perhaps better than most at understanding that life is a divine comedy: respect the divinity, but never lose sight of the essential comedy.
I asked Eco whether it bothered him that some critics were sniffy about his later novels, and that sales never quite matched his first blockbuster. “You are always shocked by how different critics’ opinions are,” he told me. “I think a book should be judged 10 years later, after reading and rereading it. I was always defined as too erudite and philosophical, too difficult. Then I wrote a novel that is not erudite at all, that is written in plain language, The Mysterious Flame of Queen Loana, and among my novels it is the one that has sold the least. So probably I am writing for masochists. It’s only publishers and some journalists who believe that people want simple things. People are tired of simple things. They want to be challenged.”
The key, in taking stock of his 60-year career, will be putting the fictions in context. Do not trust obituaries that emphasise “the author of The Name of the Rose” to the exclusion of his other personae. His novels were a relatively small part of his output, and his contributions as critic, editor, literary theorist and all-round provocateur should not be forgotten. He was fascinated by – and wanted to look afresh at – everything. Nothing was sacrosanct. The society in which he had grown up had been torn apart by the second world war, and he sought to understand why. That was the key to his leftwing politics and to his restless intellectual wanderings. Perhaps the Anglo-Saxon literary and intellectual world is safer and more self-contained because it did not suffer that mid-century catastrophe.
“Sometimes I say I hate The Name of the Rose,” he told me, “because the following books maybe were better. But it happens to many writers. Gabriel García Márquez can write 50 books, but he will be remembered always for Cien Años de Soledad [One Hundred Years of Solitude]. Every time I publish a new novel, sales of The Name of the Rose go up. What is the reaction? ‘Ah, a new book of Eco. But I have never read The Name of the Rose.’ Which, by the way, costs less because it is in paperback.” He laughed, as, despite his fatigue, he did many times in the course of our conversation. Eco was an intellectual who wore his great learning lightly. Life, like fiction, was an endlessly absorbing game.
 http://www.theguardian.com/books/2016/feb/20/umberto-eco-fiction-intellectual

Muere Umberto Eco, el sabio que llegó al público


El semiótico, autor de medio centenar de ensayos sobre múltiples temas, impulsó

el placer de la lectura a 30 millones de personas con su novela ‘El nombre de la rosa’


Umberto Eco, en la Universidad de Burgos, en 2013. Cristóbal Manuel / REUTERS-QUALITY
Odiaba los lugares comunes y las frases hechas, y tal vez para evitar las inevitables —“Italia está de luto”, “Ahora somos más pobres”, “El hombre que lo sabía todo”—, el escritor, filósofo y semiólogo italiano Umberto Eco dispuso que la noticia de su muerte, acaecida la noche del viernes a los 84 años en su casa de Milán, fuese acompañada por la de la publicación de un nuevo libro, como una invitación a recoger el testigo de su mirada crítica, a veces divertida y a veces voraz, de ese ensayo del mundo que es Italia. “A la hora de su muerte”, dijo el editor Mario Andreose tras dar el pésame a su familia, “los deseos de Eco eran coherentes con su vida profundamente laica”. Su despedida, por tanto, se celebrará el martes en un acto civil en el Castello Sforzesco, una joya arquitéctonica del siglo XV que el autor de El nombre de la rosa (vendió 30 millones de ejemplares) y El péndulo de Foucault podía ver desde la ventana de su casa.
A la mañana siguiente de conocerse la noticia, los alumnos de Eco se acercaron a la plaza Castello para, silenciosamente, dejar rosas blancas bajo la casa de un maestro que, como escribe Juan Cruz, “era un sabio que conocía todas las cosas simulando que las ignoraba para seguir aprendiendo”. Esa es la clave. Umberto Eco nunca atropelló a nadie con su infinita sabiduría. De ahí que, de todos los artículos laudatorios que publica la prensa italiana, tal vez el que menos chirría con el carácter de Il Professore sea el del periodista Gianni Rotta en La Stampa de Turín: “Filósofo, padre de la semiótica, escritor, profesor universitario, periodista, experto en libros antiguos: en cada una de sus almas Umberto Eco era una estrella internacional, pero con sus estudiantes, lectores, colegas, jamás Eco exhibió la pose snob que tal vez otros escritores sí habrían adoptado de haber publicado best sellers como El nombre de la rosa o El péndulo de Foucault. Umberto Eco reía, se informaba de las novedades y —encendiendo un cigarro— contaba la última broma antes de presentar una nueva teoría lingüística”. Ese, y muchos otros, era el intelectual que ahora despide Italia.

Abandono de la fe

Hijo de comerciantes, Umberto Eco nació en la ciudad piamontesa de Alessandria en 1932. Formó parte activa de los movimientos juveniles de Acción Católica, estudió Filosofía en Turín y se doctoró en 1954 con una tesis sobre la estética de Santo Tomás de Aquino, quien, según publicó entonces en una nota irónica, tuvo mucho que ver con su descreimiento progresivo y su abandono final de la Iglesia católica. Aquella nota rezaba: “Se puede decir que él, Tomás de Aquino, me haya curado milagrosamente de la fe”. Tras doctorarse, Eco se estableció en Milán, participó en un concurso de la RAI —la televisión pública italiana— que venció y que lo convirtió en compañero del periodista Furio Colombo y del filósofo Gianni Vattimo en una aventura siempre enfocada a difundir el mundo de la cultura.
A sus coetáneos les asombraba, como subraya Gianni Rotta, que “un semiólogo, un crítico, todo un filósofo, se ocupase de cómics, o que un profesor predicase que, para entender la cultura de masa, antes hay que amarla, que no se puede escribir un ensayo sobre las máquinas flipper sin haber jugado con ellas”. Durante los años sesenta trabajó como profesor agregado de Estética en las universidades de Turín y Milán y participó en el Grupo 63, publicando ensayos sobre arte contemporáneo, cultura de masas y medios de comunicación. Entre estos ensayos los más conocidos son Apocalípticos e integrados y Obra abierta. El semiólogo también fue catedrático de Filosofía en Bolonia, en la que puso en marcha la Escuela Superior de Estudios Humanísticos, conocida como la Superescuela, porque su objetivo es difundir la cultura entre licenciados con un alto nivel de conocimientos. También fue fundador de la Asociación Nacional de Semiótica, de la que aún era su secretario.

Crisis del periodismo

Su libro póstumo aparece el próximo fin de semana

A finales del pasado mes de noviembre, Umberto Eco —junto a Sandro Veronesi, Hanif Kureishi y Tahar Ben Jelloun— decidió fundar una nueva editorial, La nave di Teseo, tras oponerse sin éxito a la fusión entre Mondadori y el grupo RCS. Fue la última batalla de un escritor que desde hacía dos años luchaba contra el cáncer sin perder jamás tres de los rasgos de su carácter: la curiosidad, la ironía y un vaso de whisky . “Ha trabajado hasta el final”, contaba ayer el editor Mario Andreose, “exceptuando los tres últimos días. Escribía y escribía, era un trabajador formidable. A pesar de que desde hacía dos años tenía problemas de salud, continuaba trabajando”. En su libro póstumo Pape Satàn Aleppe —construido a partir de las columnas que publicaba en el semanario L’Espresso—, está, según su editor, “la historia de los últimos 15 años, de ahí su subtítulo: Crónicas de una sociedad líquida”. Dice su editor que hay pasajes que son de una comicidad espléndida, y otros en los que Eco “analiza la identidad del papa Francisco, al que tenía en gran estima”. Su publicación se ha adelantado al próximo fin de semana.
La última de las obras de su fecunda carrera, Año cero, una mirada crítica del gran experto de la comunicación sobre la crisis del periodismo. La trama de Año cero está ambientada en 1992, un año clave de la historia italiana por el caso Tangentopolis, y se desarrolla en la redacción de un periódico en ciernes donde confluyen todas las plagas que golpeaban el país: la logia masónica P2, las Brigadas Rojas, el fin de una era y la aparición de otra con Silvio Berlusconi a punto de saltar al escenario. Eco combatió a Berlusconi —su antítesis total— de forma frontal, pero a quien le preguntaba si el protagonista turbio de su novela estaba inspirado en el líder de Forza Italia, le respondía: “Si quiere ver en Vimecarte un Berlusconi, adelante, pero hay muchos Vimecarte en Italia”.
Tras su muerte, tanto políticos como intelectuales han intentado apresar su personalidad. Según el jefe del Gobierno italiano, Matteo Renzi, Umberto Ecco fue “un gran italiano y un gran europeo”. Por su parte, el presidente de Francia, François Hollande, se acercó un poco más al referirse a él como un inmenso humanista, que se interesaba por todo y que estaba “igual de cómodo con la Historia medieval que con los cómics”. Como subrayó Hollande, “nunca se cansó de aprender y de transmitir su inmensa erudición con elocuencia y humor”.
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En cierta ocasión, Umberto Eco dijo: “El que no lee, a los 70 años habrá vivido solo una vida. Quien lee habrá vivido 5.000 años. La lectura es una inmortalidad hacia atrás”. El viernes a las 22.30, en Milán, frente al castillo Sforzesco, Italia perdió un pedazo de inmortalidad.
 http://cultura.elpais.com/cultura/2016/02/20/actualidad/1455927385_225826.html

viernes, 19 de febrero de 2016

El niño que sólo come frutas y verduras crudas

Tráiler del documental.
Tom Watkins es un adolescente como tantos otros en el mundo. Vive en una gran ciudad, tiene novia, habla poco y viste ropa con dejes hiphoperos. Pero hay algo que distingue a este quinceañero holandés de la mayoría de los chavales de su edad. Tom no come hamburguesas, ni patatas fritas, ni espaguetis, ni Doritos. Tampoco pescados a la plancha o verduras al vapor. Sólo frutas y verduras crudas.
Su madre, Francis Kenter, decidió adoptar la dieta crudivegana cuando Tom tenía cinco años, y una década después mantiene su convicción de que ingerir productos cocinados o de origen animal es perjudicial para la salud. Médicos y miembros de los servicios sociales aseguran que esta práctica está limitando el crecimiento de Tom y puede causar daños irreparables en su organismo, por lo que tratan de quitar a Kenter la custodia de su hijo. Pero el adolescente asegura que come así porque quiere, no porque ella le obligue.
Éste es el apasionante punto de partida de Rawer, un documental holandés que se estrena este fin de semana en España dentro del festival de cine y gastronomía Film&Cook. La película, segunda parte de un documental anterior titulado Raw ("crudo" en inglés), vuelve a entrar en la intimidad de esta familia para contar sus razones, su vida cotidiana y su pelea con el Estado para mantener sus posiciones dietéticas. Y a la vez toca temas tan sensibles como los derechos de los padres y los hijos, la educación o los límites de la libertad personal.
"Después de grabar Raw, seguí en contacto con Tom y su madre", relata la directora de ambas películas, Anneloek Sollart. "Un día Francis me llamó por teléfono para contarme que los servicios sociales para el bienestar infantil le acusaban de negligencia materna. En el hospital decían que Tom estaba malnutrido, pero ella no estaba de acuerdo y seguía sin querer cambiar su dieta. En ese momento supe que tenía que cerrar el círculo y hacer una secuela".

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Cariño, se me ha encogido el niño. / RAWER

Francis asegura en el documental que el pescado está "repleto" de mercurio y causa esquizofrenia, comer carne produce cáncer, los cacahuetes están contaminados por un hongo chunguísimo y los lácteos son bombas de hormonas que causan un crecimiento anormal en los niños. Este último argumento le sirve para justificar la corta estatura de Tom, que según los médicos podría ver reducida su altura en 12 centímetros por culpa de su dieta, pobre en calorías, proteínas, calcio y ciertos tipos de grasas. “Tiene los síntomas de malnutrición de un niño africano”, dice una especialista que aparece en el documental. La situación es acuciante porque los daños en la formación de los huesos entre los 10 y los 20 años son irreversibles, hecho que, sumado a los intentos de Francis de sacar de la escuela a su hijo para educarlo en casa, empujan a los servicios sociales especializados en la infancia a llevarla a los tribunales.
Cuando empiezas a ver Rawer, esta crudivegana bien te puede parecer una chiflada obsesionada por los supuestos efectos perjudiciales de muchos alimentos. Pero lo bueno del documental es que no te deja tomar partido con tanta comodidad. Francis se muestra en todo momento como una madre cariñosa, nada estrafalaria, preocupada de verdad por su hijo y lo suficientemente valiente como para enfrentarse al mundo para defender las posiciones que ella considera correctas. Algunas de las preguntas que plantea parecen bastante sensatas: ¿por qué el Estado quiere quitarle a su hijo mientras permite que miles de padres alimenten a los suyos a base de comida basura, cuyos efectos perniciosos sobre la salud están de sobra demostrados? Si una madre nunca dejaría a sus hijos pequeños tomar alcohol, fumar o tomar drogas, ¿por qué ella debe alimentar al suyo con productos que considera igual de perjudiciales?
La admiración de Francis por David Wolfe, gurú estadounidense de la raw food que defiende toda clase de majaderías acientíficas -como la relación entre el dolor crónico o el cáncer con la ingesta de alimentos cocinados- no deja a esta señora en una posición muy creíble. Tampoco los ayunos a los que somete a su perro cuando tiene infecciones de oído “para que su cuerpo se concentre en combatir la enfermedad”. Ahora bien, otros personajes que desfilan por el documental ponen de relieve que el asunto no es tan simple como el de una madre tarada con un niño víctima. El padre de Tom, por ejemplo, dice no estar de acuerdo con la dieta crudivegana, pero insiste en que acusar a su ex mujer de negligencia es absurdo. Y una asistente social se pregunta si a la larga no sería peor para el bienestar del crío verse separado de su madre que crecer 12 centímetros menos.
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El gurú charlatán y el perro que ayuna. / RAWER

"Aspiro a que cuando veas la película tengas que admitir que no es sencillo resolver este problema", explica Anneloek Sollart. "Francis pone sobre la mesa algunas cuestiones interesantes, como la de los niños alimentándose de comida basura en las escuelas. ¿Pero está yendo demasiado lejos? ¿Cuándo tiene que intervenir el Gobierno? ¿Cuándo estás haciendo más mal que bien? Es muy complicado. La película va sobre todas esas cuestiones, pero sobre todo trata sobre la cercana y asfixiante, pero también amorosa, relación entre una madre y su hijo".
En un exquisito ejercicio de imparcialidad periodística, Sollart se limita a exponer para que el espectador saque sus conclusiones. "Mi opinión no es importante, sólo soy una directora de documentales. Espero que con esta película la gente empiece a pensar en sus propios hábitos alimentarios y reflexionen sobre la manera en la que vive Francis. Fue realmente importante para mi en la película no tomar partido, ese no es mi trabajo. Yo les doy todo tipo de comida a mis hijos, y estoy muy orgullosa de que les guste comer de todo. Francis sabe que yo pienso diferente, porque siempre he sido muy honesta con ella, pero me creyó cuando le dije que nunca tendría la intención de juzgarle en la película".
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Tom con su hermano Ben, que se largó con su padre para dejar de comer lechuga. / RAWER

Si Raw fue polémica en Holanda, Rawer lo fue aún más. Su emisión en televisión generó una gran controversia, en especial por la decisión de Francis de desescolarizar a Tom. "Todos los periódicos y telediarios se hicieron eco de la noticia, y las cosas fueron aún peor: los servicios sociales decidieron llevar a Tom a a un hogar de acogida. Francis huyó con su hijo y durante un par de días nadie supo dónde estaban. Entonces les asignaron un mediador, y Francis y los servicios sociales empezaron a buscar una solución juntos. Ahora Tom ha vuelto a ir a la escuela un día a la semana para poder quedarse con su madre".
Ha pasado más de un año desde que se estrenó el documental, y según Sollart, Tom está bien. "Por lo que sé, todavía es crudivegano. No estamos seguros de si llegará a ser tan grande como los otros chicos. Probablemente seguirá siendo más bajito que sus amigos".
 http://elcomidista.elpais.com/elcomidista/2013/11/05/articulo/1383631200_138363.html

jueves, 18 de febrero de 2016

Octavio Paz

IDALIA CANDELAS

“En México es difícil ser soltera y vivir sola a los 40”

La ilustradora mexicana Idalia Candelas retrata la belleza de mujeres solteras en la intimidad de sus casas

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Una de las ilustraciones de 'A solas' (Edgar Clement, 2015).
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Idalia Candelas quería dibujar la soledad y acabó dibujándose a sí misma. La ilustradora mexicana quiso reivindicar el placer de la soltería femenina contra los prejuicios que, según cuenta, abundan en su país: "En México es difícil ser soltera y vivir sola a los 40. Se ve mal". Esa es su historia, pero también la de las chicas que aparecen en su obra. Como si pudiéramos observarlas en la intimidad de sus casas desde una mirilla, la artista nos muestra mujeres que desayunan en ropa interior, que fuman relajadamente en la cama o se secan al salir de la ducha. "Conviven en soledad pero no sufren, no están deprimidas. Se sienten seguras y disfrutan de su propia compañía", explica Candelas.
La artista empezó a dibujar hace un año y medio y en pocos meses se ha convertido en un fenómeno viral. Tiene casi 30.000 seguidores en Instagram, sus dibujos corren por Twitter y Facebook y su libro, pensado para que lo comprara su familia y amigos, se agotó en poco tiempo. La serie de ilustraciones forma parte de A solas (Edgar Clement Editor, 2015), que tendrá una nueva edición para hacer frente a la "sorprendente" cantidad de pedidos de todas partes del mundo: Grecia, Polonia, Sudáfrica, son algunos de ellos. La autora reconoce que la mayor parte de su éxito viene de fuera de México: "Creo que hay muchas mujeres mexicanas que se sienten identificadas con mis dibujos. Pero la mayoría de mis seguidores, como un 80%, son extranjeros".
Quiso plasmar la soledad con lápiz, tinta y acuarelas, porque era lo que había vivido durante ocho años en la Ciudad de México. "Me gusta pensar en todas las posibilidades que ofrece este tema, que por mucho que se intente evadir, cada vez es más común en nuestra sociedad", explica la autora. De esa reflexión nace el nombre de la serie Soledad Posmoderna. "Una puede estar conectada con mucha gente por Internet, pero sola en su casa", resume.
La ilustradora mexicana quiso reivindicar el placer de la soltería femenina contra los prejuicios que, según cuenta, abundan en su país
Entre sus referencias destaca a Silvana Ávila, una ilustradora mexicana y Paula Bonet, española. Cita nombres de mujeres aunque reconoce que no lo tienen fácil en su país. "Si quieres vivir de esto tienes que diversificarte", explica. Esto es, crear tu marca y una tienda online para vender tus ilustraciones de diferentes formas, en camisetas, tazas o dar clases. "Se gana más trabajando en el extranjero, en España, Estados Unidos o Japón. En México es más difícil", cuenta.
Toda su vida le habían dicho que dibujar no le iba a llevar a ninguna parte. "De eso no puedes vivir", recuerda Candelas. Hace un año y medio esta diseñadora gráfica cerró su empresa para hacer lo que realmente le gustaba. A principios de este mes, tuvo que enfrentarse a una situación en Facebook que le transportó a su niñez: "La semana pasada alguien me dijo que mis dibujos eran horribles y que no entendía cómo le podían gustar a alguien (...) la cosa es estar uno tan seguro de lo que quiere, que tiene que aprender a quitarse lo que estorba y echar toda la leña al asador. Yo me tardé mucho, pero ya no doy un paso atrás. Si ustedes están en algo que quieren con pasión ¡Háganlo sin miedo!", apuntó.
La ilustradora Idalia Candelas en su estudio de la Ciudad de México.
"Gracias, porque ilustraste mi vida", le han llegado a decir y ella lo cuenta orgullosa. Su fama le ha llegado demasiado pronto, no se lo esperaba. Después de la soledad, le gustaría retratar la nostalgia. Está preparando una serie dedicada a los recuerdos, se llamará Espacios Vacíos. Y las grandes editoriales ya están llamando a su puerta.

http://cultura.elpais.com/cultura/2016/02/18/actualidad/1455755426_863299.html

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