jueves, 16 de marzo de 2023

 Habiendo perdido la habilidad de coser, pescar y encender fuego, los indígenas de Tasmania vivían de un modo aún más simple que los aborígenes del continente australiano, de quienes habían quedado aislados unos diez mil años antes debido al crecimiento del nivel del mar. Cuando los barcos portadores de colonos europeos arribaron a Tasmania en 1772, los indígenas no parecieron notar su presencia. Incapaces de procesar algo para lo que nada los había preparado, siguieron con sus costumbres. No tenían defensa alguna contra los colonos. Hacia 1830, su número se había reducido de aproximadamente cinco mil a 96 sólo setenta y dos. En los años previos habían sido utilizados como fuerza de trabajo esclava y fuente de placer sexual, torturados y mutilados. Se los había cazado como alimañas y se habían vendido sus pieles a cambio de una recompensa del gobierno. Los hombres eran asesinados; a las mujeres que sobrevivían se las dejaba marchar con las cabezas de sus esposos atadas alrededor del cuello. Los hombres que no morían de esa forma solían ser castrados. Los niños morían apaleados. Poco después de que el último varón tasmanio indígena, William Lanner, muriera en 1869, un miembro de la Royal Society of Tasmania, el doctor George Stokell, abrió su tumba y se hizo una petaca con su piel. Con la muerte, pocos años después, de la última mujer indígena «de pura sangre», se dio por concluido el genocidio.

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