domingo, 10 de diciembre de 2023

Victor Hugo

 


Un día, aquel hombre que se creía «filósofo», aquel senador que ya hemos nombrado, dijo al obispo:

 — Mirad el espectáculo que ofrece el mundo; guerra de todos contra todos; el más fuerte es el de más talento. Vuestro «amaos los unos a los otros» es una tontería.

 — Pues bien — respondió monseñor Bienvenu, sin disputar — , si esto es una tontería, el alma debe encerrarse en ella, como la perla dentro de la concha de la ostra.

 Y en ella se encerraba y de ella vivía, y con ella se satisfacía absolutamente, dejando a un lado las cuestiones prodigiosas que atraen y que espantan, las perspectivas insondables de la abstracción, los precipicios de la metafísica, todas esas profundidades que convergen, para el apóstol, en Dios, y para el ateo, en la nada: el destino, el bien y el mal, la guerra del ser contra el ser, el sonambulismo pensativo del animal, la transformación por la muerte, la recapitulación de existencias que contiene la tumba, el injerto incomprensible de los amores sucesivos en el yo persistente, la esencia, la sustancia, el Nihil y el Ens [42] , el alma, la Naturaleza, la libertad, la necesidad; problemas pavorosos, precipicios siniestros a los cuales se asoman los gigantescos arcángeles del espíritu humano; formidables abismos que Lucrecio, Manu [43] , San Pablo y Dante contemplan con esa mirada fulgurante que parece, al mirar fijamente el infinito, que hace brotar en él las estrellas.

 Monseñor Bienvenu era, simplemente, un hombre que observaba desde fuera las cuestiones misteriosas, sin escrutarlas, sin agitarlas y sin perturbar su propio espíritu, y que tenía en el alma el grave respeto a la sombra.


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