martes, 31 de octubre de 2023

Jack London



 También llevé el collar de hierro de los siervos alrededor de mi cuello en parajes helados; amé a princesas de casas reales en la cálida y perfumada noche tropical, donde esclavos negros refrescaban el sofocante aire con abanicos de plumas de pavo real, mientras, desde la lejanía, más allá de las fuentes y de las palmeras, llegaban a mis oídos rugidos de leones y aullidos de chacales. Pasé más de una noche en algún desierto helado, acurrucado, calentando mis manos en las fogatas alimentadas con estiércol de camello; y me quedé tumbado bajo la escasa sombra de arbustos resecos de artemisas junto a charcos evaporados, implorando agua con la lengua seca, mientras a mi alrededor, desmembrados y esparcidos sobre la tierra alcalina, se hallaban los huesos de hombres y animales que habían muerto implorando un poco de agua.

    He sido lobo de mar y aventurero, erudito y asceta. Me he inclinado sobre páginas manuscritas de tomos inmensos y mohosos, en la quietud escolástica de monasterios colgados de los acantilados, mientras más abajo, en las laderas, los campesinos seguían trabajando entre las vides y los olivos hasta mucho después de la caída del sol, cuando traían de los pastos a las cabras balando y al resto del ganado; sí, he guiado a muchedumbres que gritaban desaforadas por el empedrado erosionado de antiguas y olvidadas ciudades; y, con voz solemne y grave como la muerte, he enunciado la ley, expresado la gravedad de la infracción y he condenado a muerte a hombres que, como Darrell Standing en la cárcel de Folsom, habían violado la ley.
    Arriba, en lo alto de los mástiles que se balanceaban sobre las cubiertas de los barcos, he contemplado los destellos del sol en el agua, donde el coral resplandecía desde las abismales profundidades de color turquesa, guiando a los barcos hacia la seguridad de albuferas cristalinas, donde las anclas calaban junto a playas de rocas de coral y a frondosas palmeras sacudidas por el oleaje; y he luchado en antiguos campos de batalla, ya olvidados, cuando el sol caía sobre la incesante matanza, que se prolongaba durante las horas de la noche, bajo la luz de las estrellas, mientras un viento frío soplaba desde las cumbres nevadas, incapaz de enjugar el sudor de la batalla; y también he sido el pequeño Darrell Standing, descalzo por la hierba húmeda de rocío en la granja de Minnesota, o con las manos llenas de sabañones, en las mañanas heladas en las que alimentaba al ganado en los establos rezumantes de vaho, sobrecogido y asustado ante el esplendor y el terror de Dios cuando me sentaba los domingos a escuchar el furibundo sermón de la Nueva Jerusalén y las agonías del fuego eterno.

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