Pensar en Chopin es pensar en su piano. Pensar en Chopin es pensar en Polonia, tierra de pianistas. Pensar en Chopin es pensar en como vivió intensamente sus treinta y nueve años de vida gracias a las inigualables ganas de vivir de su corazón. Amores y desamores, ilusiones y desilusiones, sueños y pesadillas convertidos en baladas, preludios, nocturnos, polcas, vals, mazurcas, fantasías o impromptus. Chopin, el poeta del piano, el exiliado que nunca volvió a su tierra natal y que murió en París en 1849. Su cuerpo fue enterrado en el cementerio de Père Lachaise. Allí reposa rodeado de numerosas personalidades del arte en uno de los cementerios más fascinantes de Europa. Pero, antes de enterrarlo, a petición de su hermana, le extirparon el corazón. Era una manera típicamente romántica de repartir simbólicamente los restos del genio y de elevar el corazón a la categoría de reliquia. Ese corazón que le permitió vivir cada uno de sus días como si fuera el último, reposa encerrado en una urna en el lateral izquierdo de la iglesia de la Santa Cruz de Varsovia. Una inmensa placa en la pared, coronada con un busto del compositor, recuerda, en polaco e inglés, la presencia del músculo coronario de Chopin que ha permanecido en perfecto estado gracias al efecto conservante del coñac francés.
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