martes, 28 de marzo de 2023

 Siempre ha sido evidente que en ciertas circunstancias la emoción altera el razonamiento. Abundantes pruebas fundamentan los criteriosos conceptos según los cuales se nos ha educado. ¡Mantener la cabeza fría, mantener a raya las emociones! No permitir que las pasiones interfieran con tus juicios... Como resultado, tendemos a considerar que la emoción es una facultad mental sobrante, que acompaña naturalmente a nuestro pensar racional sin que la hayamos invitado. Si es placentera, la gozamos como un lujo; si es penosa, la sufrimos como intrusión molesta. En cualquiera de los dos casos, el sabio nos recomienda experimentar la emoción y los sentimientos moderadamente. Debemos -dice- ser razonables. Esta creencia, ampliamente difundida, es muy sensata, y en ningún caso voy a negar que la emoción descontrolada o mal dirigida puede ser una fuente importante de conductas irracionales. Tampoco negaré que la razón en apariencia normal pueda ser perturbada sutilmente por sesgos afirmados en la emoción. Por ejemplo, un paciente aceptará más fácilmente una cura si se le dice que el noventa por ciento de los tratados está vivo al cabo de cinco años, y no tanto si se le dice que el diez por ciento ha muerto.1 A pesar de que el resultado final es el mismo, la impresión que provoca la mención de la muerte hace que la opción, aceptable en el primer marco de referencia, sea rechazada en el segundo; en resumen: una inferencia incoherente e irracional. El que incluso los médicos tengan la misma reacción que los pacientes comunes descarta la ignorancia como causal de la irracionalidad.

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