jueves, 23 de febrero de 2023

Bertrand Russell



El moralista tradicional, por ejemplo, dirá que 

el amor no debe ser egoísta. En cierto sentido, tiene razón; es 

decir, no debe ser egoísta más allá de cierto punto, pero no 

cabe duda de que debe ser de tal condición que su éxito su-

ponga la felicidad del que ama. Si un hombre le propusiera a 

una mujer casarse con él explicando que es porque desea ar-

dientemente la felicidad de ella y porque, además, la relación 

le proporcionaría a él grandes oportunidades de practicar la 

abnegación, no creo yo que la mujer se sintiera muy halaga-

da. No cabe duda de que debemos desear la felicidad de aqué-

llos a quienes amamos, pero no como alternativa a la nuestra. 

De hecho, toda la antítesis entre uno mismo y el resto del 

mundo implícita en la doctrina de la abnegación, desaparece 

en cuanto sentimos auténtico interés por personas o cosas 

distintas de nosotros mismos. Por medio de estos intereses, 

uno se llega a sentir parte del río de la vida, no una entidad 

dura y aparte, como una bola de billar que no mantiene con 

sus semejantes ninguna relación aparte de la colisión. Toda 

infelicidad se basa en algún tipo de desintegración o falta de 

integración; hay desintegración en el yo cuando falla la coor-

dinación entre la mente consciente y la subconsciente; hay 

falta de integración entre el yo y la sociedad cuando los dos 

no están unidos por la fuerza de intereses y afectos objetivos. 

El hombre feliz es el que no sufre ninguno de estos dos fallos 

de unidad, aquél cuya personalidad no está escindida contra sí 

misma ni enfrentada al mundo. Un hombre así se siente ciu-

dadano del mundo y goza libremente del espectáculo que le 

ofrece y de las alegrías que le brinda, sin miedo a la idea de la 

muerte porque en realidad no se siente separado de los que 

vendrán detrás de él. En esta unión profunda e instintiva con 

la corriente de la vida es donde se encuentra la mayor dicha. 

 

 


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