domingo, 13 de noviembre de 2022

Honoré de Balzac

 


Existe algo de grande y de horrible en el suicidio. Hay muchos cuyas caídas carecen de peligro, porque, como las de los niños, son desde muy bajo para lastimarse; pero, cuando un hombre se estrella, debe venir de muy alto, haberse elevado hasta los cielos, haber vislumbrado algún paraíso inaccesible. Implacables deben ser los huracanes que le fuerzan a demandar la paz del alma al cañón de una pistola. ¡Cuántos jóvenes talentos, confinados en una buhardilla, se marchitan y perecen por falta de un amigo, por falta del consuelo de una mujer, en el seno de un millón de seres, en presencia de una multitud harta de oro y que se aburre! Ante semejante idea, el suicidio adquiere proporciones gigantescas. Entre una muerte voluntaria y la fecunda esperanza cuya voz llamara a un joven a París, sólo Dios sabe el cúmulo de concepciones encontradas, de poesías abandonadas, de lamentos y de gritos ahogados, de tentativas inútiles y de méritos abortados. Cada suicidio es un sublime poema de melancolía.

[...]
El desconocido fue asaltado por mil pensamientos semejantes, que pasaban en jirones por su alma, como desgarradas banderas ondeantes en el fragor de una batalla. Si depositaba durante un momento el fardo de su inteligencia y de sus recuerdos, para detenerse ante algunas flores cuyas corolas balanceaba muellemente la brisa entre los macizos de verdura, se sentía bruscamente embargado por una convulsión de la vida, que respingaba todavía bajo la abrumadora idea del suicidio, y elevaba los ojos al cielo; pero los grises nubarrones, las bocanadas de viento, cargadas de tristeza, la pesadez de la atmósfera, seguían aconsejándole morir.


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