lunes, 2 de mayo de 2022



 La gran científica de fines del siglo XIX y principios del XX Marie Curie recordaba con nitidez el momento en que, a sus cuatro años, entró en el despacho de su padre y la paralizó súbitamente la visión de todo tipo de tubos e instrumentos de medición para diversos experimentos químicos, dispuestos detrás de una vitrina de cristal pulido. Toda su vida sintió una emoción visceral cada vez que entraba a un laboratorio. El gran momento de Antón Chéjov fue cuando asistió por primera vez al teatro siendo niño, en su pequeña ciudad natal; toda la atmósfera de la ficción lo hipnotizó. Para Steve Jobs, fue pasar de chico por una tienda de dispositivos electrónicos y ver los prodigiosos artefactos en el aparador, maravillado por su diseño y complejidad. Para Tiger Woods, fue mirar a los dos años a su padre mientras lanzaba pelotas de golf contra una red en la cochera sin ser capaz de contener su emoción y deseo de imitarlo. Para Jean-Paul Sartre, fue una fascinación infantil por las palabras impresas en una página y los posibles significados mágicos que cada palabra poseía. Esos momentos de atracción visceral ocurren de repente y sin ningún estímulo de padres o amigos. Sería difícil poner con palabras por qué sucedieron; son señales de algo que escapa a nuestro control personal. La actriz Ingrid Bergman lo expresó mejor, cuando habló de la fascinación que sintió al actuar frente a la cámara de cine de su padre a muy temprana edad: “No elegí la actuación; ella me eligió a mí”. En ocasiones, esos momentos pueden llegar cuando se es mayor, como cuando Martin Luther King Jr. se dio cuenta de su misión en la vida cuando lo convocaron al boicot de autobuses en Montgomery. Y a veces pueden presentarse mientras se observa a individuos expertos en su campo. De joven, el futuro director japonés de cine Akira Kurosawa se sentía particularmente a la deriva. Intentó pintar y después fue asistente de director de películas, un trabajo que aborreció. Se disponía a abandonarlo cuando fue asignado a trabajar con el director Kajiro Yamamoto, en 1936. Al ver trabajar a este gran maestro, se le abrieron de pronto los ojos a las mágicas posibilidades del cine y se percató de su llamado. Como lo describió más tarde: “Fue como si en mi rostro soplara el viento en un paso de montaña. Con esto me refiero a la refrescante sensación que experimenté después de un ascenso muy penoso. Esa bocanada de aire fresco te indica que has llegado al paso. Entonces te detienes en él y miras el vasto paisaje a tus pies. Mientras me encontraba detrás de Yam-san en su silla de director junto a la cámara, experimenté esa sensación en mi corazón: ‘Por fin llegué’”.


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