lunes, 14 de marzo de 2022

 


  Hasta la década de 1970, el enemigo público número uno de la economía era la inflación. Muchos países sufrían experiencias desastrosas de hiperinflación, e incluso en los casos en que no se alcanzaban magnitudes hiperinflacionarias, la inestabilidad económica en la que desemboca siempre una inflación elevada y fluctuante disuadía las inversiones, con la consiguiente reducción del crecimiento. Desde los años noventa, por fortuna, se ha abatido al dragón de la inflación, gracias a posturas mucho más duras ante los déficits presupuestarios de los gobiernos y a la creación paulatina de bancos centrales políticamente independientes, con libertad para emplearse a fondo en el control de la inflación. Dado que las inversiones a largo plazo, y por lo tanto el crecimiento, requieren estabilidad económica, haber domado a la fiera inflacionista ha sentado las bases para una mayor prosperidad a largo plazo.
     
     
    Se habrá domado a la inflación, pero la economía mundial es bastante más precaria que antes. Las proclamas entusiastas de que en las últimas tres décadas habíamos conseguido controlar la volatilidad de los precios ignoraban la extraordinaria inestabilidad que han mostrado las economías del mundo en el mismo período. Se han multiplicado las crisis financieras hasta la mundial de 2008, que ha destrozado la vida a muchas personas con deudas enormes, quiebras y desempleo. La atención excesiva a la inflación nos ha distraído de las cuestiones del pleno empleo y el crecimiento económico. En nombre de la «flexibilidad del mercado laboral» se ha desestabilizado el empleo, y con él muchas vidas. Pese a la afirmación de que la estabilidad de los precios es un requisito indispensable para crecer, las políticas que pretendían reducir la inflación no han hecho más que generar un crecimiento anémico desde los años noventa, época en la que supuestamente se domó por fin a la inflación.
     

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