miércoles, 9 de marzo de 2022

  


Cuando reflexiono sobre la omnipresencia de los conflictos de interés y lo dificilísimo que es reconocerlos en nuestra vida, debo admitir que también yo soy propenso a ellos.

    A los profesores universitarios a veces se nos pide que utilicemos nuestros conocimientos como asesores y peritos. Poco después de conseguir mi primer empleo académico, fui invitado por un importante bufete de abogados a intervenir como testigo pericial. Yo sabía que algunos colegas de reconocido prestigio aportaban testimonios expertos como trabajo extra por el que cobraban un buen pico (aunque ellos siempre decían que no lo hacían por el dinero). Movido por la curiosidad, pedí ver las transcripciones de los viejos casos, y me quedé sorprendido al observar la unilateralidad con que usaban sus hallazgos de investigación. También me impactó lo despectivos que se mostraban con respecto a las opiniones y calificaciones de los peritos de la otra parte —que, en la mayoría de los casos, también eran profesores respetables.
    Aun así, decidí probar yo también (no por el dinero, claro), y percibí una buena suma por dar mi opinión de experto [*] . Enseguida reparé en que los abogados con quienes trabajaba querían meterme en la cabeza ideas que respaldaran su criterio. No lo hacían a lo bruto ni diciendo que ciertas cosas serían buenas para sus clientes, sino que me pedían que describiese todos los estudios pertinentes al caso. Sugerían que algunas de las conclusiones menos favorables para su postura quizá adolecieran de fallos metodológicos y que la investigación acreditativa de su opinión era sólida y estaba bien hecha. También me dedicaban afectuosos cumplidos cada vez que yo interpretaba las cosas de una forma provechosa para ellos. Al cabo de unas semanas, descubrí que había adoptado muy pronto el punto de vista de quienes me pagaban. Aquella experiencia me hizo dudar sobre la posibilidad de ser objetivo cuando a uno le pagan por dar su opinión. (Y ahora que estoy escribiendo sobre mi falta de objetividad, seguro que nadie volverá a llamarme para ser perito —y quizá sea lo mejor).

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