jueves, 20 de enero de 2022

 En la actualidad nos sigue costando imaginar una sociedad futura en la que el trabajo remunerado no sea el principio y fin de nuestra existencia. Pero la incapacidad de imaginar un mundo en el que las cosas son diferentes sólo demuestra nuestra falta de imaginación, no la imposibilidad de cambio. En los años cincuenta no podíamos concebir que la llegada de neveras, aspiradoras y sobre todo lavadoras ayudaría a las mujeres a acceder al mercado laboral de forma masiva, y sin embargo así fue. No obstante, no es la tecnología en sí lo que determina el curso de la historia. Al final, somos los humanos quienes decidimos cómo queremos moldear nuestro destino. El escenario de desigualdad radical que está configurándose en Estados Unidos no es nuestra única opción. La alternativa es que, en algún momento de este siglo, descartemos el dogma de que hay que trabajar para vivir. Cuanto más rica sea nuestra sociedad, menos eficaz será el mercado laboral en la distribución de la riqueza. Si queremos aferrarnos a las virtudes de la tecnología, en última instancia sólo queda una opción, y es la redistribución. Una redistribución masiva. Redistribución de dinero (renta básica), de tiempo (una semana laboral más corta), de impuestos (sobre el capital en lugar de sobre el trabajo) y, por supuesto, de robots. Ya en el siglo XIX, Oscar Wilde deseaba que llegara el día en que todo el mundo se beneficiara de máquinas inteligentes que serían «propiedad de todos». 320 El progreso tecnológico puede hacer que una sociedad sea más próspera en conjunto, pero no hay ley económica que diga que todos se beneficiarán de ello. No hace mucho, el economista francés Thomas Piketty causó un gran revuelo al plantear que, si seguimos avanzando por este mismo camino, no tardaremos en encontrarnos de nuevo ante una sociedad rentista como la de la Edad Chapada en Oro (Gilded Age). La gente que poseía el capital (valores, casas, máquinas) disfrutaba de un nivel de vida mucho más alto que la gente que sólo trabajaba. Durante cientos de años, los réditos del capital fueron del 4-5%, mientras que el crecimiento económico anual quedaba atrás, por debajo del 2%. A menos que resurgiera un crecimiento fuerte e inclusivo (cosa bastante improbable), se aplicaran impuestos altos al capital (igualmente improbable) o estallara la tercera guerra mundial (esperemos que no), la desigualdad podría aumentar hasta proporciones aterradoras una vez más. Todas las opciones estereotipadas (más educación, más regulación, más austeridad) serán una gota en el océano. Según el profesor Piketty, al final la única solución es un impuesto mundial progresivo sobre la riqueza, aunque reconoce que eso no es más que una «utopía útil». Y aun así, el futuro no está escrito. A lo largo de la historia, el camino hacia la igualdad siempre ha estado ligado a la política. Si una ley de progreso común no logra manifestarse por sí misma, no hay nada que nos impida instaurarla nosotros. De hecho, la ausencia de una ley semejante podría poner en peligro el propio mercado libre. «Debemos salvar al capitalismo de los capitalistas», concluye Piketty. 321 Una anécdota de los años sesenta resume bien esta paradoja. Cuando el nieto de Henry Ford invitó al líder sindical Walter Reuther a visitar la nueva fábrica automatizada de la compañía, le preguntó en broma: «Walter, ¿cómo va a conseguir que esos robots paguen sus cuotas sindicales?» Sin perder la compostura, Reuther respondió: «Henry, ¿cómo va a conseguir que los robots compren sus coches?»

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