sábado, 8 de enero de 2022

 Hoy, la mayoría de las personas creen formar parte de una especie capaz de ser dueña de su destino. Es una cuestión de fe, no de ciencia. Nunca hablamos del día en el que las ballenas o los gorilas se convertirán en amos y señores de sus destinos. ¿Por qué, entonces, los seres humanos?

No necesitamos a Darwin para darnos cuenta de la relación que nos une al resto de animales. Es una conclusión a la que lle­gamos a poco que observemos nuestras vidas. De todos modos, y dado que la ciencia ostenta actualmente una autoridad con la que la experiencia común no se puede comparar, recordemos que Darwin nos enseña que las especies no son más que conglome­rados de genes que interactúan aleatoriamente unos con otros y con sus entornos cambiantes. Las especies no pueden controlar sus destinos. Las especies no existen. Y los seres humanos no son una excepción en ese sentido. Pero siempre se les olvida cuando hablan del «progreso de la humanidad». Han puesto su fe en una abstracción que nadie se tomaría en serio de no ser porque es he­rencia de antiguas esperanzas cristianas.
Si el descubrimiento de Darwin se hubiera realizado en una cultura taoísta, sintoísta, hindú o animista, se habría convertido, con casi toda probabilidad, en una hebra más del tejido mitoló­gico de cada una de ellas. En todos esos credos, los seres humanos y el resto de animales están emparentados. Sin embargo, el hecho de que surgiera entre cristianos que sitúan a los seres hu­manos más allá de todas las demás cosas vivientes desencadenó una agria controversia que aún colea en nuestros días. En la épo­ca victoriana, el conflicto enfrentaba a cristianos contra no cre­yentes. Hoy, contrapone a los humanistas con una minoría que entiende que los seres humanos no pueden ser más dueños de su destino que cualquier otro animal.
La palabra humanismo puede tener muchos significados, pero para nosotros significa creencia en el progreso. Creer en el pro­greso es creer que si usamos los nuevos poderes que nos ha dado el creciente conocimiento científico los seres humanos nos po­dremos liberar de los límites que circunscriben las vidas de otros animales. Ésa es la esperanza de prácticamente todo el mundo en la actualidad; sin embargo, carece de fundamento. Y es que, si bien es muy probable que el saber humano continúe creciendo (y con él, el poder humano), el animal humano seguirá siendo el mismo: una especie con una gran inventiva que es también una de las más depredadoras y destructivas.
Darwin mostró que los seres humanos son como cualquier otro animal; los humanistas afirman que no. Los humanistas in­sisten en que si usamos nuestros conocimientos, podemos con­trolar nuestro entorno y prosperar como nunca antes. Mediante tal aseveración, renuevan una de las promesas más dudosas del cristianismo: la de que la salvación está abierta a todos. La creen­cia humanista en el progreso no es más que una versión secular de ese artículo de fe cristiano.
En el mundo que nos mostró Darwin, no hay nada a lo que podamos llamar progreso. Sin embargo, para cualquier persona formada en las esperanzas humanistas eso resulta intolerable. 
Como consecuencia, las enseñanzas de Darwin han sido subver­tidas y ha vuelto a cobrar vida el error esencial del cristianismo: 
considerar a los seres humanos diferentes al resto de animales.

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