Una de las versiones de la regla de oro, que dice que no hagamos a los demás lo que no nos gustaría que nos hicieran a nosotros, encuentra su camino en muchos códigos morales, tanto seculares como religiosos. Debemos aplicar la regla de oro con los que tenemos más cerca. Pero ¿qué pasa con nosotros? La regla de oro da por supuesto el amor por uno mismo y lo utiliza como referencia del amor que hay que dar a los demás, el trato que nos damos a nosotros mismos como referencia del trato que hay que dar a los demás. Los sabios, sin embargo, suelen ignorar el hecho de que no todos nos queremos a nosotros mismos, o más bien que muchos dejamos de querernos cuando somos lo suficientemente mayores como para dirigir nuestro impulso crítico hacia nuestro interior. Raramente condenamos a los demás por su falibilidad, pero, normalmente, nos negamos a aceptar nuestra propia humanidad. Como dice Diane Ackerman: «Nadie puede estar a la altura del perfeccionismo, y muchos no pretendemos que los demás lo estén, pero somos más exigentes con nosotros mismos». ¿Por qué esta doble referencia: la generosidad con nuestros vecinos y la mezquindad con nosotros? Propongo que añadamos una nueva regla a nuestro código moral, que podemos llamar regla de platino: no te hagas a ti lo que no harías a los demás. Tomar como referencia nuestra forma de comportarnos con los demás puede ayudarnos a reconocer actitudes irracionales, destructivas hacia nosotros. ¿Criticaría a su pareja si hiciera un discurso que no fuera perfecto? ¿Menospreciaría a su mejor amigo si no aprobara un examen? Si su hija o su padre no quedaran en primer lugar en una competición, ¿haría su registro imperfecto que disminuyera su amor por ellos? Seguramente no. Y, sin embargo, cuando somos nosotros los que no estamos a la altura, nos consideramos inadecuados, fracasados. Cuando el Dalai Lama y algunos de sus seguidores empezaron a trabajar con científicos occidentales, descubrieron, para su sorpresa, que sufrían un problema de autoestima —que muchos occidentales no sólo no se amaban a sí mismos, sino que incluso se odiaban—. En la filosofía tibetana no existe la discrepancia entre el amor a uno mismo y a los demás —entre la mezquindad con nosotros y la generosidad con los demás—. En palabras del Dalai Lama: «Compasión o tsewa, según la tradición tibetana, es el estado mental o la actitud en la que extiendes la relación que tienes contigo mismo a los demás». Cuando preguntaron al Dalai Lama si se podía sentir compasión por uno mismo, respondió: «Primero eres tú, y luego de una forma más avanzada, la aspiración incluirá a los demás. En cierta forma, unos niveles altos de compasión no son más que un estado avanzado del egoísmo o interés personal. Por eso es tan difícil que los que se odian profundamente a sí mismos puedan sentir compasión por los demás. No tienen ninguna referencia, ninguna base a partir de la cual empezar». Numerosas investigaciones apuntan a la importancia de la autoestima para poder hacer frente a situaciones difíciles. Sin embargo, recientemente, los psicólogos Mark Leary y sus colegas han demostrado que, sobre todo en momentos difíciles, resulta más útil tener autocompasión que autoestima.3 Leary explica: «La autocompasión ayuda a la gente a no culparse de todas las cosas malas que le suceden. Si una persona aprende a sentirse mejor consigo misma, pero sigue castigándose cada vez que fracasa o comete un error, será incapaz de superar sus dificultades sin ponerse a la defensiva». La autocompasión implica ser comprensivo y amable con uno mismo, aceptando los pensamientos y los sentimientos negativos y reconociendo que las experiencias difíciles son propias del ser humano. También entraña ser capaz de perdonarse si un examen no va bien, si se comete un error en el trabajo, o si nos disgustamos cuando no deberíamos hacerlo. Leary afirma que «la sociedad norteamericana ha dedicado mucho tiempo y esfuerzo a intentar promover la autoestima cuando un ingrediente mucho más importante del bienestar puede ser la autocompasión». Si bien el énfasis de Leary en la autocompasión es importante, la distinción que él y otros realizan entre autocompasión y autoestima puede ser innecesaria. Nathaniel Branden se refiere a la autoaceptación (muy similar a la autocompasión de Leary) como uno de los pilares de la autoestima. La autocompasión y la autoestima se encuentran íntimamente conectadas. ¿Es compasivo consigo mismo? ¿Podría serlo más? Desde que el altruismo —el desinterés, la falta de egoísmo— se convirtió en lo más importante y en el ideal del mundo occidental, el amor por uno mismo pasó a ser el enemigo; se han emprendido todo tipo de acciones para erradicarlo. Este asalto a la naturaleza humana —al amor por uno mismo y al egoísmo— ha causado terribles consecuencias, tanto a nivel político (en las sociedades comunistas, por ejemplo) como individual (con la epidemia de la baja autoestima). El llamamiento al altruismo cogió la regla de oro y la distorsionó, sacando el amor a los demás fuera de contexto, fuera de su raíz emocional, que es el amor por uno mismo. Intentar reducir el amor por uno mismo con el objetivo de aumentar el amor por los demás produce el resultado contrario. Amar a los demás presupone amarse a sí mismo; como afirma el autor y filósofo Ayn Rand: «Para que una persona pueda decir “te quiero”, primero tiene que ser capaz de quererse a sí misma».
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