Se le llama unas veces la epidemia de la gran gripe porcina y otras la epidemia de la gran gripe española, pero, en cualquier caso, fue feroz. La Primera Guerra Mundial mató 21 millones de personas en cuatro años; la gripe porcina hizo lo mismo en sus primeros cuatro meses. Casi el 80 % de las bajas estadounidenses en la Primera Guerra Mundial no fue por fuego enemigo sino por la gripe. En algunas unidades la tasa de mortalidad llegó a ser del 80 %. La gripe porcina surgió como una gripe normal, no mortal, en la primavera de 1918, pero lo cierto es que, en los meses siguientes —nadie sabe cómo ni dónde—, mutó convirtiéndose en una cosa mas seria. Una quinta parte de las víctimas sólo padeció síntomas leves, pero el resto cayó gravemente enfermo y muchos murieron. Algunos sucumbieron en cuestión de horas; otros aguantaron unos cuantos días. En Estados Unidos, las primeras muertes se registraron entre marineros de Boston a finales de agosto de 1918, pero la epidemia se propago rápidamente por todo el país. Se cerraron escuelas, se cancelaron las diversiones públicas, la gente llevaba mascarillas en todas partes. No sirvió de mucho. Entre el otoño de 1918 y la primavera del año siguiente murieron de gripe en el país 584.425 personas. En Inglaterra el balance fue de 220.000, con cantidades similares en Francia y Alemania. Nadie conoce el total mundial, ya que los registros eran a menudo bastante pobres en el Tercer Mundo, pero no debió de ser de menos de veinte millones y, probablemente, se aproximase más a los cincuenta. Algunas estimaciones han elevado el total mundial a los cien millones. Las autoridades sanitarias realizaron experimentos con voluntarios en la prisión militar de la isla Deer, en el puerto de Boston, para intentar obtener una vacuna. Se prometió a los presos el perdón si sobrevivían a una serie de pruebas. Estas pruebas eran, por decir poco, rigurosas. Primero se inyectaba a los sujetos tejido pulmonar infestado de los fallecidos y, luego, se les rociaba en los ojos, la nariz y la boca con aerosoles infecciosos. Si no sucumbían con eso, les aplicaban en la garganta secreciones tomadas directamente de los enfermos y de los moribundos. Si fallaba también todo esto, se les ordenaba que se sentaran y abrieran la boca mientras una víctima muy enferma se sentaba frente a ellos, y un poco más alto, y se le pedía que les tosiese en la cara. De los trescientos hombres (una cifra bastante asombrosa) que se ofrecieron voluntarios, los médicos eligieron para las pruebas a sesenta y dos. Ninguno contrajo la gripe… absolutamente ninguno. El único que enfermó fue el médico del pabellón, que murió enseguida. La probable explicación de esto es que la epidemia había pasado por la prisión unas semanas antes y los voluntarios, que habían sobrevivido todos ellos a su visita, poseían una inmunidad natural. Hay muchas cosas de la gripe de 1918 que no entendemos bien o que no entendemos en absoluto. Uno de los misterios es como surgió súbitamente, en todas partes, en lugares separados por océanos, cordilleras y otros obstáculos terrestres. Un virus no puede sobrevivir más de unas cuantas horas fuera de un cuerpo anfitrión, así que ¿cómo pudo aparecer en Madrid, Bombay y Filadelfia en la misma semana? La respuesta probable es que lo incubó y lo propagó gente que sólo tenía leves síntomas o ninguno en absoluto. Incluso en brotes normales, aproximadamente un 10 % de las personas de cualquier población dada tiene la gripe pero no se da cuenta de ello porque no experimentan ningún efecto negativo. Y como siguen circulando tienden a ser los grandes propagadores de la enfermedad. Eso explicaría la amplía difusión del brote de 1918, pero no explica aún cómo consiguió mantenerse varios meses antes de brotar tan explosivamente más o menos a la vez en todas partes. Aún es más misterioso el que fuese más devastadora con quienes estaban en la flor de la vida. La gripe suele atacar con más fuerza a los niños pequeños y a los ancianos, pero en el brote de 1918 las muertes se produjeron predominantemente entre gente de veintitantos y treinta y tantos años. Es posible que la gente de más edad se beneficiase de una resistencia adquirida en una exposición anterior a la misma variedad, pero no sabemos por qué se libraban también los niños pequeños. El mayor misterio de todos es por qué la gripe de 1918 fue tan ferozmente mortífera cuando la mayoría de las gripes no lo es. Aún no tenemos ni idea. Ciertos tipos de virus regresan de cuando en cuando. Un desagradable virus ruso llamado H1N1 produjo varios brotes en 1933, de nuevo en los años cincuenta y, una vez más, en la de los setenta. Donde estuvo durante ese tiempo, no lo sabemos con seguridad. Una explicación es que los virus permanezcan ocultos en poblaciones de animales salvajes antes de probar suerte con una nueva generación de seres humanos. Nadie puede desechar la posibilidad de que la epidemia de la gran gripe porcina pueda volver a levantar cabeza.
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