viernes, 14 de mayo de 2021

 


Puedo negarme a aceptar mi sensualidad; puedo negarme a aceptar mi espiritualidad. Puedo rechazar mi pena; puedo rechazar mi alegría. Puedo reprimir el recuerdo de acciones de las que me avergüenzo; puedo reprimir el recuerdo de acciones de las que me enorgullezco. Puedo negar mi ignorancia; puedo negar mi inteligencia. Puedo negarme a aceptar mis limitaciones; puedo rehusarme a aceptar mis potencialidades. Puedo ocultar mi flaqueza; puedo ocultar mi fortaleza. Puedo negar mis sentimientos de odio hacia mí mismo; puedo negar mis sentimientos de amor por mí mismo. Puedo fingir que soy más de lo que soy; puedo fingir que soy menos de lo que soy. Puedo menospreciar mi cuerpo; puedo menospreciar mi mente.
    El problema de la falta de autoaceptación no está de ningún modo limitado a las "negaciones". Pueden asustarnos tanto nuestras virtudes como nuestros defectos; puede asustarnos tanto nuestro genio, pujanza, emoción o belleza como nuestra vacuidad, pasividad, depresión o falta de atractivo. Nuestras desventajas plantean el problema de la Ineptitud; nuestras ventajas, el desafío de la responsabilidad.
    Nuestros puntos fuertes o virtudes pueden hacernos sentir solos, alienados, marginados del grupo, blanco de la envidia o la hostilidad, y nuestro deseo de pertenencia puede superar cualquier deseo de realizar nuestro potencial más elevado. Es bien conocido, por ejemplo, el caso de muchas mujeres que asocian un alto nivel de inteligencia o de realización con la pérdida de la feminidad. Puede ser necesario un gran coraje para estar dispuesto a admitir, aun en la intimidad de nuestra mente: "Yo puedo hacer cosas que otros no parecen capaces de hacer." O: "Soy más inteligente que el resto de mi familia." O: "Soy sumamente atractiva." O: "Exijo de la vida más que los que me rodean." O: "Yo veo más profundamente y con más claridad".
    Recuerdo a una joven que vino a pedirme tratamiento hace mucho tiempo. Florencia, de veinticuatro años, tenía el rostro de un ángel y hablaba con el vocabulario de un estibador. Había probado todas las drogas que yo conocía y algunas de las que nunca había oído hablar. A los dieciocho años dormía en el sótano de un club estudiantil, donde le daban comida y techo a cambio de sus servicios sexuales. En ese momento se ganaba la vida trabajando como camarera. El azar hizo que cayera en sus manos mi libro The Psychology of Self Esteem; se sintió interesada y me llamó al consultorio para concertar una cita.
    Hizo todo lo que pudo para no gustarme, pero me gustó. Yo estaba convencido de que, bajo una capa de corrupción, ella escondía a una persona extraordinaria. Recuerdo cuando, mediante la hipnosis, la hice retroceder hasta cierto día de su pasado, en la escuela secundaria. Comenzó a sollozar. El profesor hacía preguntas al azar a diversos alumnos. La oí susurrar: "Por favor, Dios mío, haz que si me pregunta a mí, yo no sepa la respuesta". Le pregunté:
    "¿Por qué?" Y respondió: "Porque te odian. Si sabes mucho te odian. Te odian si eres demasiado Inteligente".
    Pero ella no sólo tenía una inteligencia fuera de lo común. De chica era muy alta para su edad, físicamente fuerte, e inusualmente bien proporcionada. Practicaba casi cualquier deporte mejor que la mayoría de los muchachos, con gran enfado y humillación por parte de sus hermanos mayores, que le pegaban, la ridiculizaban y la atormentaban. Sin mirar los libros, obtenía muy buenas calificaciones. En el pueblo donde vivía no había nadie como ella, nadie con quien pudiera hablar. Se sentía odiada por su familia, y odiada por sus virtudes, no por sus defectos.
    Al llegar a la adolescencia empezó una autodestrucción sistemática, como venganza contra su familia y, al mismo tiempo, como grito de socorro.
    Un día, durante la terapia, después de seis meses de trabajo, se enfadó muchísimo conmigo. Como no podía explicar sus motivos, la invité a practicar la técnica de completar oraciones:
    Lo malo de usted, Nathaniel, es...
    ¡Que cree en mí!.
    ¡Que se niega a verme como una persona corrupta!.
    ¡Que me hace sentir mi dolor!.
    ¡Que me hace sentir que hay esperanza!.
    En aquel momento estaba llorando, y refunfuñando a la vez. Prosiguió:
    Que me hace creer en mí misma!.
    ¡Que me devolvió a la vida!.
    ¡Que no me ve como me ven los otros!.
    ¡Le odio!.
    Ahora lloraba sin ningún control.
    —Esto es tan difícil... —repetía entre sollozos una y otra vez.
    —¿El qué?
    Me miró con los ojos temerosos y a la vez esperanzados de un animal salvaje.
    —Admitir que lo que usted ve está ahí. Que usted tiene razón, que yo soy inteligente, que soy especial, que soy buena.
    Aun ahora, casi dos décadas después, ese momento ha quedado grabado en mí como uno de los más grandes premios de mi carrera de psicoterapeuta: el momento de ver a un ser humano reuniendo el coraje suficiente como para admitir y aceptar sus propios méritos.
    Dieciocho meses después de empezar la terapia, Florencia estudiaba creación literaria en la Universidad de California. Unos años más tarde, ya casada, se ganaba la vida como periodista.
    La encontré un día por casualidad en la calle, diez años después de la terapia; quizás no la habría reconocido, si ella no se me hubiera acercado a saludarme con gesto jovial. Iba bien vestida, y se la veía segura de sí misma, sonriente y alegre, en apariencia ya ajena a toda aquella tragedia que había vivido.

    —No sé si usted se acuerda de mí, pero yo sí me acuerdo de usted.
    Yo dudé un momento.
    —Usted es... ¿Florencia?
    —Claro. Soy yo.
    —¡Qué alegría verla!.
    —¿Sabe quién es usted, Nathaniel?
    —¿Quién soy?
    —Es el hombre que se negó a verme como una vagabunda y una prostituta. Usted me vio como alguien especial. Y me hizo verme así. ¡Dios, a veces lo odié tanto!. Aceptar quién era yo, quién realmente era ... fue lo más difícil que tuve que hacer en mi vida. La gente siempre habla de lo difícil que es aceptar los propios defectos; alguien tendría que hablar de lo difícil que puede ser aceptar nuestras virtudes.
    A veces el camino hacia la autoestima es solitario y temible. No podemos saber cabalmente y de antemano cuánto más satisfactorias resultarán nuestras vidas. Pero cuanto más dispuestos estemos a experimentar y aceptar nuestros muchos aspectos peculiares, más rico se volverá nuestro mundo interior, mayores serán nuestros recursos, y más aptos nos sentiremos para afrontar los desafíos y oportunidades de la vida. También es más probable que descubramos —o creemos— un estilo de vida que se adapte a nuestras necesidades individuales.

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