sábado, 23 de abril de 2016

La rebelión de la hija de Stalin

Vivió en una permanente huida de la sombra de su padre, consciente de que el hombre que la abrazaba y jugaba con ella de niña era un dictador sanguinario. Salió de la URSS, abandonó a dos de sus hijos y se exilió en Estados Unidos, pero nunca logró la existencia anónima que buscaba.

CÓMO son los hijos de los dictadores? Hitler no tuvo ninguno; el hijo de Mao, Anqink, fue un taciturno enfermo mental. Dos hijos varones de Stalin murieron prematuramente: Yakov, en la Segunda Guerra Mundial; Vasili, víctima del alcoholismo. La única que podemos examinar es la hija de Stalin, Svetlana, que murió hace cinco años. A finales de febrero de este año hubiera cumplido 90.
Era una niña de seis años cuando perdió a su madre. De pequeña creyó la versión oficial según la cual se la había llevado una enfermedad. Pero a los 16 años un día ojeaba revistas extranjeras, a las que como miembro de la élite política tenía acceso, y allí descubrió que la esposa de Stalin se había suicidado; la revista presentaba el suicidio de Nadezhda Alilúyeva como un hecho conocido. Svetlana, hasta entonces la niña mimada de su padre, con quien le gustaba jugar a la dueña y su servidor –la hija daba órdenes y papá debía cumplirlas–, en ese momento se dio cuenta de algo que había sospechado desde hacía años: que la otra faceta de su padre era la de un dictador despiadado y que el suicidio de su madre estaba relacionado con eso. Nunca le perdonó la muerte de su madre.


En la primera imagen, Stalin toma en brazos a su hija en 1937. En la segunda, Svetlana con uno de sus hermanos, Vasily, fallecido en 1962, y su padre.
La otra cosa que Svetlana nunca perdonó a su padre fue la de haber roto cruelmente el idilio de su primer amor. A los 16 años, en una fiesta de celebración de la Revolución de Octubre, Svetlana bailó con el célebre cineasta Aleksei Kapler, 24 años mayor que ella. Desde entonces la pareja frecuentaba teatros y cines, parques y museos; eso sí, siempre seguidos por un espía del KGB que su padre había asignado. Un día Aleksei logró cerrar la puerta tras la pareja antes que el espía pudiera entrar en su piso. Eso fue demasiado para Stalin que, enfurecido, condenó al novio de su hija a 10 años en el Gulag.
Svetlana se dio cuenta de que su padre, que no volvió a casarse tras el suicidio de su mujer, estaba amargado y la frustración de su vida personal le iba convirtiendo en un dictador cada vez más sangriento que veía enemigos en todas partes. Ni siquiera su hija estaba a salvo de sus ataques de cólera y temía que un día llegaría a enviarla al Gulag como ya lo había hecho con la mayoría de sus parientes. Para huir del Kremlin, y como gesto de rebelión, Svetlana se casó dos veces seguidas sin estar enamorada, tuvo un hijo de cada matrimonio y se divorció al cabo de dos años.
En 1956, en el XX Congreso del Partido Comunista, ­Jrushchov se dirigió a los miembros del partido denunciando los crímenes de Stalin. De la noche a la mañana, Svetlana perdió el estatus de hija del gran estadista para convertirse en hija del dictador. Sin embargo, lo único que deseaba la joven era que le permitieran llevar una vida tranquila en el anonimato con sus dos hijos, Yósif y Katia, que la adoraban. Adoptó como apellido el de su madre, Alilúyeva. Pero para la hija de Stalin el anonimato era algo inalcanzable.
En 1963 conoció en uno de los hospitales reservados a la élite soviética y a los extranjeros a un intelectual indio que le cambió la vida. Brayesh Singh, miembro del Partido Comunista de India, era hombre de mundo, había vivido en distintos países europeos, al contrario que Svetlana, a quien, como a la inmensa mayoría de los soviéticos, nunca le había sido permitido viajar fuera del país. Brayesh le abrió los ojos sobre su condición de vivir encarcelada en su país; gracias a su amigo la joven descubrió muchas costumbres indias y europeas y llegó a conocer la filosofía de ambos continentes. Después de superar un sinnúmero de obstáculos, Brayesh consiguió un visado de residencia en la Unión Soviética; entonces se instaló en la casa moscovita de Svetlana –con la que las autoridades no le permitieron casarse– y sus hijos. Viviendo en compañía de Brayesh, Svetlana tuvo la sensación de plenitud y de vida familiar armónica; nunca más volvió a experimentar un periodo tan luminoso, con sus necesidades afectivas cubiertas.
No obstante, siendo todo un símbolo del poder en un país totalitario, a Svetlana no le fue concedida la posibilidad de disfrutar de un dulce anonimato en el seno de una familia feliz, sobre todo cuando el aperturista Jrushchov cayó en desgracia y su lugar lo ocupó el conservador Leonid Bréznev, que volvió a las maneras estalinistas y su mano de hierro intentó suprimir cualquier elemento extranjero. En ese ambiente oscuro, el cosmopolita Brayesh representaba una molestia para el poder soviético. El aparato estatal decidió deshacerse del compañero sentimental de la hija de Stalin, obligando a ese hombre enfermo de bronquitis asmática a trabajar demasiadas horas. A finales de 1966, Brayesh Singh falleció.
Svetlana pidió permiso para poder llevar las cenizas de su compañero personalmente a India y, según la costumbre hinduista, esparcirlas en el Ganges. Le permitieron la salida del país con la condición de dejar a sus hijos en Moscú. India, el primer país extranjero que visitó en su vida, le pareció a Svetlana el súmmum de la libertad, pero Indira Gandhi personalmente denegó su petición de residencia. Entonces Svetlana pidió asilo político en la Embajada estadounidense de Delhi y, mientras decía su último namasté al país de Brayesh, se dio cuenta de que nunca más sería tan feliz como cuando abrazaba la milenaria civilización india, que le parecía amable, alegre y libre.
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Svetlana mira viejas fotos familiares esparcidas por el suelo en 1967, cuando se convirtió en profesora de la Universidad de Princeton, en EE UU.
Mientras las potencias mundiales, en plena Guerra Fría, se cargaron de máxima tensión a causa de la fuga de la insumisa hija de Stalin, esta, tras una breve estancia en Suiza, consiguió visado para Estados Unidos y en abril de 1967 aterrizó en Nueva York. La pista de aterrizaje del aeropuerto J. F. Kennedy estaba abarrotada de centenares de periodistas preparados para relatar ese gran acontecimiento, la llegada de la hija de Stalin, que se había convertido en el símbolo de todos aquellos que dejaban atrás el paraíso comunista para abrazar la democracia y el capitalismo.
Después de haber pasado medio año bajo la dudosa protección de la CIA y tras haber publicado su libro de memorias sobre la vida en el Kremlin, Veinte cartas a un amigo, que se convirtió en el acontecimiento del año y transformó a su autora en millonaria, a finales de 1967 Svetlana consiguió un puesto de profesora en la Universidad de Princeton. Pronto encontró también una casa con jardín a su gusto e hizo varios amigos. Sin embargo, tras su fuga y el abandono de sus hijos en Moscú, Svetlana no conoció el reposo. Al cabo de un par de años viajó al desierto de Arizona para acudir a la comuna de arquitectos Hermandad Taliesin, cuyas vidas guiaba la autoritaria viuda de Frank Lloyd Wright; ella había invitado a la hija de Stalin. Svetlana no tardó en casarse con el arquitecto Wesley Peters, discípulo de Lloyd Wright, cuyas abundantes deudas acabó pagando; así perdió gran parte de su recién adquirida fortuna. Reacia a seguir viviendo en la comuna, al cabo de dos años huyó de Arizona con su pequeña hija Olga, que había nacido de su matrimonio con Peters, para volver a Princeton. Incapaz de echar raíces, huyendo de la sombra de su padre que llevaba dentro, evadiéndose de la pregunta que la perseguía sobre la naturaleza de Stalin, se mudó a California y luego a Cambridge, en Inglaterra.
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Svetlana Stalin Shown with Husband
En la primera foto, la prensa de EE UU cubre con expectación la llegada de la hija del dictador a Nueva York en abril de 1967. En la segunda, Svetlana y su marido, el arquitecto Wesley Peters, anuncian que esperan un hijo en 1971.
En un intento de reconciliarse con sus hijos, a los que no había vuelto a ver desde hacía 17 años, en 1984 regresó a la Unión Soviética. Extranjera en todas partes, sin haber conseguido su propósito de ganarse el afecto de Yósif y Katia, dos años más tarde, tras cumplir los 60, volvió a huir de la Rusia de Gorbachov, país que, a sus ojos, se había convertido en un territorio plagado de espías al servicio del KGB.
Tras su último matrimonio, tratando de esconder su verdadera identidad tras la máscara de una mujer norte­americana, Svetlana se cambió de nombre: ahora era Lana Peters. Entonces buscó refugio en el convento católico de St. Joseph, de Rugby, en Inglaterra, pero tampoco esta experiencia resultó ser grata, sobre todo cuando su padre espiritual, el cura italiano Giovanni Garbolino, vendió a la revista de corazón Chi las cartas en las que Svetlana se le había ido sincerando.
Svetlana-Lana acabó sus peripecias vitales en una residencia de ancianos en el Estado americano de Wisconsin. Antes de morir, a los 85 años, intencionadamente dejó de avisar a su hija sobre su estado y dio instrucciones a su médico para que no dejara pasar a Olga a su habitación de hospital si esta se presentaba. Esa fue su última rebelión, su última fuga y su retirada definitiva. Olga llegó al hospital después de la muerte de Svetlana. Tras la incineración, dispersó las cenizas de su madre en el océano Pacífico.

 http://elpaissemanal.elpais.com/documentos/la-rebelion-de-la-hija-de-stalin/?id_externo_rsoc=FB_CM

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