Entre dos mundos rotos: la grieta humana y la unidad animal
Hay una imagen que siempre vuelve cuando hablamos del inconsciente:
un animal caminando por el bosque sin preguntarse por qué existe, sin
replantearse cada paso, sin desgarrarse entre lo que siente y lo que
debería sentir.
Un animal se mueve en un presente absoluto. No conoce
la palabra “debería”, ni carga con el peso de una narrativa interior. No
se separa de sí mismo para observarse. Simplemente es.
Nosotros, en cambio, vivimos divididos.
Y esa división es nuestra gloria… y nuestra tragedia.
I. El animal: totalidad sin espejo
Los animales tienen instintos, impulsos, quizá rudimentos de memoria
emocional. Pero no tienen una grieta interna donde una parte de la mente
vigile, juzgue o reprima a la otra.
No hay tribunal interior.
No hay yo escindido.
No hay el drama humano del:
- “¿Por qué siento esto?”
- “¿Por qué hice aquello?”
- “¿Qué pensarán de mí?”
- “¿Soy suficiente?”
Ellos no se miran al espejo para preguntarse si están viviendo bien.
No viven para sentirse coherentes.
No sienten culpa por seguir su naturaleza.
En ellos, lo consciente y lo inconsciente no están peleados.
Todo fluye en una sola corriente: comer, descansar, huir, aparearse, jugar.
No hay interferencia conceptual.
La vida ocurre sin ruido interior.
II. El humano: un yo que se parte en dos
El ser humano, al ganar consciencia reflexiva, perdió la unidad.
Es como si al prender la luz se fracturara el cristal.
Tenemos un yo que vive…
y otro yo que observa cómo vivimos, como un comentarista interno narrando, juzgando, interpretando cada movimiento.
Freud lo llamó la escisión psíquica.
Nietzsche lo llamó la enfermedad del animal consciente.
Los místicos lo llaman la separación del ser.
Los neurocientíficos lo llaman metacognición.
El nombre da igual: es la sensación de que dentro de nosotros hay dos fuerzas luchando en un mismo cuerpo.
Por eso hablamos de “mi inconsciente” como si fuera una persona escondida en el sótano.
Por eso tenemos deseos que no aceptamos, reacciones que no entendemos, miedos que nos avergüenzan.
Somos un animal que se mira desde afuera.
Y esa mirada, muchas veces, duele.
III. La ventaja y la maldición
La conciencia reflexiva nos permitió crear arte, moralidad, lenguaje, ciencia, ciudades, música, poesía.
El precio fue altísimo: perdimos la paz interior del animal.
Vivir dividido es:
- Pensar demasiado.
- Reprimir y luego estallar.
- Sentir culpa por deseos legítimos.
- Tener miedo a lo que pensamos.
- Soñar con cosas que no entendemos.
- Ser nuestro propio enemigo.
Somos animales con narrativas.
Y a veces la narrativa nos come vivos.
IV. Hacia una reconciliación
La solución no es volver a ser animales —eso es imposible— sino curar la grieta, hacer las paces con lo que vive en la sombra.
La psicología profunda siempre apunta a lo mismo:
Que lo inconsciente deje de ser enemigo.
Que lo consciente deje de ser tirano.
Que ambas partes se escuchen.
Cuando un humano logra eso —aunque sea en momentos— recupera algo de aquella unidad perdida.
El atleta totalmente concentrado, el músico absorto, el amante que olvida su ego, el meditador sin pensamientos…
Ahí aparece esa antigua totalidad que en los animales nunca se fue.
Es un instante.
Pero en ese instante, la fractura desaparece.
Y volvemos a ser completos.
V. Conclusión
Los animales viven sin dividirse.
Nosotros vivimos rotos por dentro.
Pero esa rotura es el precio de la conciencia.
Y la conciencia, a su vez, nos da la posibilidad de unir de nuevo lo que se separó.
Animales nunca volvemos a ser.
Pero íntegros, de vez en cuando…
sí podemos serlo.
Y esos momentos de integración —cuando cuerpo, emoción y pensamiento se alinean— valen más que toda la paz inconsciente del mundo animal.
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