Un día que Blachevelle atravesaba el arroyo de la calle Guérin - Boisseau, vio a una hermosa muchacha con medias blancas y muy estiradas que enseñaba las piernas. Este prólogo le agradó y Blachevelle amó. La que amó era Favourite. ¡Oh, Favourite, tienes unos labios jónicos! Había un pintor griego llamado Euforión al que habían puesto el sobrenombre de pintor de los labios. Solamente este griego hubiera sido digno de pintar tu boca. ¡Escucha! Antes que tú, no hubo criatura digna de este nombre. Estás hecha para recibir la manzana, como Venus, o para comerla, como Eva. La belleza empieza en ti. Acabo de hablar de Eva, eres tú quien la ha creado. Mereces la patente de invención de la mujer hermosa. ¡Oh!, Favourite, dejo de tutearos, porque paso de la poesía a la prosa. Hablabais de mi nombre hace poco. Esto me ha enternecido; pero seamos lo que seamos, desconfiemos de nuestros nombres. Pueden engañarnos. Yo me llamo Félix, y no soy feliz. Las palabras son engañosas. No aceptemos ciegamente las indicaciones que nos dan. Sería un error escribir a Lieja para tener tapones, y a Pau para tener guantes [146] . Miss Dahlia, en vuestro lugar yo me llamaría Rosa. Es preciso que la flor huela bien, y que la mujer tenga ingenio. No digo nada de Fantine, es una soñadora, una visionaria, una pensadora, una sensitiva; es un fantasma con cuerpo de ninfa y el pudor de una monja, que se extravía en la vida de modistilla, pero que se refugia en las ilusiones, y que canta, y que ruega, y que mira al cielo sin saber lo que ve ni lo que hace, y que, con la vista en la inmensidad, vaga por un jardín donde hay más pájaros que los que existir puedan. ¡Oh!, Fantine, oye bien esto: yo, Tholomyès, soy una ilusión; ¡pero no me oye!, la rubia hija de las quimeras. Por lo demás, todo en ella es frescor y suavidad, juventud, dulce claridad matinal. ¡Oh!, Fantine, muchacha digna de llamaros margarita o perla, sois una mujer del más bello Oriente. Señoras, un segundo consejo: no os caséis; el matrimonio es un injerto; coge bien o mal; huid de este riesgo. ¡Pero, bah!, ¿qué estoy diciendo? Mis palabras se pierden. Las mujeres, en cuanto a matrimonio, son incurables; y todo lo que podamos decir, nosotros los sabios, no impedirá en absoluto que las chalequeras y ribeteadoras sigan soñando en maridos ricos y llenos de diamantes. En fin, sea; pero, hermosas, recordad esto: coméis demasiado azúcar. ¡Oh!, sexo roedor, ¡tus lindos pequeños y blancos dientes adoran el azúcar! Ahora bien, escuchadme, el azúcar es una sal. Toda sal es secante. La más secante de todas las sales es el azúcar. Absorbe, a través de las venas, los líquidos de la sangre; de ahí la coagulación y luego la solidificación de la sangre; de ahí la tuberculosis en los pulmones; de ahí la muerte. Por esto es por lo que la diabetes confina con la tisis. Así pues, ¡no comáis azúcar y viviréis! Me vuelvo hacia los hombres. Señores, haced conquistas. Robaos los unos a los otros, sin remordimientos, vuestras bienamadas. Cambiad de pareja. En amor no existen los amigos. Dondequiera que haya una mujer bonita, están rotas las hostilidades. ¡Sin cuartel, guerra de exterminio! Una hermosa mujer es un casus belli ; una hermosa mujer es un flagrante delito. Todas las invasiones de la historia están determinadas por zagalejos. La mujer es el derecho del hombre. Rómulo raptó a las sabinas; Guillermo [147] raptó a las sajonas; César raptó a las romanas. El hombre que no es amado planea como un buitre sobre las amantes del prójimo; y en cuanto a mí, a todos esos infortunados que están viudos, lanzo la sublime proclama de Bonaparte al ejército de Italia: «Soldados, carecéis de todo. El enemigo lo tiene».
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