jueves, 15 de agosto de 2024

 ¿NECESITAMOS SER SABIOS Y LÚCIDOS para ser felices? ¿O, por el contrario, el conocimiento y la lucidez son un obstáculo a la felicidad, puesto que cuantos más conocimientos y aspiraciones tengamos, más exigentes seremos, y más conscientes de nuestras imperfecciones, que alguien con unas aspiraciones limitadas? Voltaire planteó esas preguntas partiendo de un breve cuento.2 Es la historia de un anciano indio, muy lúcido y sabio, que se siente infeliz por no hallar respuestas satisfactorias a las preguntas metafísicas que no cesa de plantearse. Cerca de su casa vive una mujer beata e ignorante que «jamás había pensado ni un solo momento de su vida en alguno de los puntos que atormentaban al brahmín», y parecía ser la más dichosa de las mujeres. A la pregunta «¿No le avergüenza ser desgraciado cuando a su puerta hay una vieja autómata que no piensa en nada y vive feliz?» responde el sabio: «Tiene usted razón, me tengo dicho cien veces que sería feliz si fuese tan tonto como mi vecina, y, sin embargo, no querría semejante felicidad». El problema del «imbécil feliz» reside, en efecto, en que estará inmerso en la dicha mientras siga siendo ignorante o la vida no lo abrume. Pero, en cuanto reflexionamos lo más mínimo en la vida o esta ya no responde a nuestras aspiraciones y necesidades inmediatas, perdemos esa felicidad, basada únicamente en las sensaciones y en la falta de distancia reflexiva. Además, negar el pensamiento, el conocimiento, la reflexión, es desterrar una parte esencial de nuestra humanidad. Ya no nos satisface, en cuanto tenemos conciencia de ello, una felicidad basada en el error, la ilusión o la falta total de lucidez. André ComteSponville afirma, con razón, que «la sabiduría indica una dirección: la de la máxima felicidad con la máxima lucidez». Y, a continuación, nos recuerda que, aunque la felicidad es la finalidad de la filosofía, no es su norma.3 La norma de la filosofía es la verdad. Y, pese a que anhele la felicidad, quien se sirve de la razón preferirá siempre una idea verdadera, aunque lo haga infeliz, a una idea falsa que le sea agradable. «Valoramos la felicidad, pero apreciamos aún más la razón», concluye también Voltaire en su cuento

Frederic Lenoir

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