domingo, 18 de agosto de 2024

 Estamos condenados a comunicarnos, generalmente a través de las palabras. Pero nadie podrá transmitir exactamente lo que quiera porque siempre habrá algo del sentido que escape a la significación. Lo sabemos.

Conocemos el malentendido, el «no es lo que quise decir», la impotencia que genera percibir que alguien ha tomado nuestros dichos de manera equivocada.
La teoría de la comunicación sostiene una utopía: la posibilidad de comunicar con exactitud. Según ella, existe un emisor, un receptor y un mensaje. De modo tal que el emisor genera el mensaje que el otro recibe.
Siempre y cuando ambos compartan el mismo código, una lengua en común por ejemplo, se supone que se establece la comunicación correcta de lo que quiso decirse.
Esto no es más que una ilusión. Por más amplio que parezca, el lenguaje no alcanza para transmitir lo que queremos. Siempre nos falta al menos una palabra para comunicar nuestras emociones o pensamientos.
De todos modos lo intentamos, en vano, y eso que se pierde al hablar, eso que no puede articularse en las palabras genera una inquietud que nos mantiene en permanente movimiento. Ese resto incomunicable, esa falta, nos hace ser quienes somos. Allí nace el deseo, en la diferencia que hay entre lo que queremos decir y lo que decimos, entre aquello que buscamos y lo que en realidad encontramos. Que siempre será otra cosa.
Si fuéramos seres de la necesidad no tendríamos este maravilloso problema, pero no lo somos. Aunque como organismos biológicos tengamos algunas necesidades, nos define la condición de sujetos deseantes.
La distinción entre necesidad y deseo es fundamental.
La necesidad tiene algo que la satisface y supone una relación directa entre el organismo y el objeto, es decir que existe ese objeto que se adecua a esa necesidad. El aire, por ejemplo, satisface la necesidad de respirar. No ocurre lo mismo con el deseo. Todos sabemos lo difícil que es saber qué desea alguien.
La necesidad es directa y toma lo que requiere sin ningún tipo de rodeos. El deseo en cambio nos obliga a pedir lo que queremos, a poner en palabras lo que deseamos, a generar una demanda. Una demanda dirigida a un otro que deberá decodificarla, darle un sentido y responder a ella como pueda, aunque nunca con aquello que se le pidió. Porque, más allá de las apariencias, la demanda intenta obtener algo que calme la falta, que mitigue ese vacío que nos habita por ser seres hablantes y conscientes de la finitud.
Y nadie, por mucho amor que nos tenga, podrá satisfacer ese grito desesperado.
Este es el primer duelo al que debemos enfrentarnos: somos seres incompletos que corren detrás de un objeto que, como dijimos, está perdido para siempre.

Rolón

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