sábado, 8 de junio de 2024

 « En el fondo podríamos ser como en la superficie», pensó Oliveira, «pero habría que vivir de otra manera. ¿Y qué quiere decir vivir de otra manera? Quizá vivir absurdamente para acabar con el absurdo, tirarse en sí mismo con una tal violencia que el salto acabara en los brazos de otro. Sí, quizá el amor, pero la otherness nos dura lo que dura una mujer, y además solamente en lo que toca a esa mujer. En el fondo no hay otherness, apenas la agradable togetherness . Cierto que ya es algo»... Amor, ceremonia ontologizante, dadora de ser. Y por eso se le ocurría ahora lo que a lo mejor debería habérsele ocurrido al principio: sin poseerse no había posesión de la otredad, ¿y quién se poseía de veras? ¿Quién estaba de vuelta de sí mismo, de la soledad absoluta que representa no contar siquiera con la compañía propia, tener que meterse en el cine o en el prostíbulo o en la casa de los amigos o en una profesión absorbente o en el matrimonio para estar por lo menos solo-entre-los-demás? Así, paradójicamente, el colmo de soledad conducía al colmo de gregarismo, a la gran ilusión de la compañía ajena, al hombre solo en la sala de los espejos y los ecos. Pero gentes como él y tantos otros, que se aceptaban a sí mismos (o que se rechazaban pero conociéndose de cerca) entraban en la peor paradoja, la de estar quizá al borde de la otredad y no poder franquearlo. La verdadera otredad hecha de delicados contactos, de maravillosos ajustes con el mundo, no podía cumplirse desde un solo término, a la mano tendida debía responder otra mano desde el afuera, desde lo otro.

Julio Cortazar

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