miércoles, 22 de mayo de 2024


 Athos sabía que ningún barco es un objeto, que hay un espíritu que anima las jarcias y la madera, que un barco hundido se convierte en su fantasma. Sabía que masticar pescado crudo alivia la sed. Sabía que hay treinta y cuatro elementos en el agua del mar. Describía las, antiguas galeras griegas de cedro, calafateadas con betún y vestidas con velas de seda o de lino en colores vivos. Me habló de las balsas peruanas y de los botes de paja polinesios. Me explicó cómo se construían las inmensas almadías siberianas, con píceas de la taiga sobre los ríos helados, y cómo se liberaban luego cuando el hielo se derretía en primavera. A veces unían dos almadías y creaban una nave tan grande que podía transportar una casa con chimenea de piedra. Athos había heredado de su padre, quien a su vez las había recibido de capitanes e hidrógrafos, cartas de navegación que habían ido aumentando a través de las generaciones. Me dibujaba con tiza las rutas comerciales de su bisabuelo sobre un globo de aprendiz hecho de pizarra negra. Aun siendo un niño, al tiempo que se me extraía mi pasado de sangre, comprendí que se me estaba ofreciendo una segunda historia, si tenía fuerza, suficientes para aceptarla.
    Compartir un escondite, físico o psicológico, es tan íntimo como el amor. Yo seguía a Athos de una habitación a otra. Tenía miedo, el miedo que debe de sentir el que tiene sólo una persona en quien confiar, una ansiedad que sólo podía solucionar a través de la devoción. Me sentaba a su lado mientras él escribía en su mesa, contemplando las fuerzas que convierten los mares en piedras, las piedras en líquidos. Abandonó sus intentos de mandarme a la cama. A menudo me tumbaba como un gato a sus pies, rodeado de libros apilados cada vez a mayor altura en el suelo junto a su silla. Bien entrada la noche, mientras él trabajaba —con una concentración sólida que me inducía al sueño— le colgaba el brazo como una cuerda de plomada. Me relajaban los olores de las tapas de los libros y del tabaco de pipa y la presión de su mano segura y pesada sobre mi cabeza. Su brazo izquierdo estirándose hacia la tierra, su brazo derecho hacia arriba, con la palma mirando al cielo.
    Durante esos largos meses, escuché a Athos relatar no sólo la historia de la navegación —elevada dramáticamente con anécdotas ancestrales, ilustraciones de libros y de mapas— sino también la historia de la misma tierra. Construía frente a mi imaginación la enorme y palpitante
térra mobilis
: «Imagínate una roca sólida hirviendo como un estofado; una montaña entera explotando y convertida en llamas, o siendo devorada poco a poco por la lluvia, como mordiscos en una manzana…». Iba de la geología a la paleontología y la poesía: «Piensa en la primera planta fototrópica, el primer aliento de un animal, las primeras células que se unieron pero que no se dividieron al reproducirse, el primer parto humano…». Citaba a Lucrecio: «Las primeras armas fueron las manos, las uñas y los dientes. Luego vinieron las piedras y las ramas arrancadas de los árboles, y el fuego, y la llama…».
    Gradualmente Athos y yo aprendimos nuestros idiomas respectivos. Un poco de mi yiddish, salpicado de polaco compartido. Su griego y su inglés. Nos metíamos palabras nuevas en la boca como si fueran comidas extranjeras; sabores sospechosos para los que había que educar el gusto.
    Athos no quería que yo olvidara. Me hizo repasar el alfabeto hebreo. Todos los días me decía lo mismo: «Lo que estás recordando es tu futuro». Me enseñó la adornada caligrafía griega, como una gemela torcida del hebreo. Tanto el hebreo como el griego, según le gustaba decir a Athos, contienen la soledad.

Anne Michaels

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