La muerte rara vez, o nunca, se presenta de acuerdo con nuestros planes, o incluso nuestras expectativas. Cada uno desea extinguirse de un modo apropiado, en una versión moderna del ars moriendi y la belleza de los momentos finales. Desde que los seres humanos empezaron a escribir han consignado su deseo de ese final idealizado que algunos denominan la «buena muerte», como si alguno de nosotros pudiera contar con ella o tener alguna razón para esperarla. Al tomar decisiones, hay que esquivar escollos y buscar formas de esperanza, pero, más allá de esto, debemos perdonarnos si no estamos a la altura de la imagen preconcebida de la muerte ideal. La naturaleza tiene que cumplir una tarea y para ello emplea el método que parece más apropiado para cada individuo que ha creado: a éste lo ha hecho propenso a la enfermedad cardíaca, a aquel al ictus, a aquel otro al cáncer, sea después de largo tiempo sobre la tierra o tras un tiempo que parecerá demasiado breve. La economía animal ha creado las circunstancias por las que a cada generación ha de sucederle la siguiente. Contra las implacables fuerzas y ciclos de la naturaleza no puede haber victoria duradera. Cuando al fin llega el momento y percibimos claramente que hemos alcanzado el punto en que, como el Jochanan Hakkdosh de Browning, nuestros «pies recorren el camino de toda carne», debemos recordar que no sólo es el camino de toda carne, sino el camino de toda forma de vida. La naturaleza tiene sus propios planes para nosotros y a pesar de las inteligentes astucias que inventamos para retrasarlos, no hay modo de anularlos. Incluso los suicidas se ajustan al ciclo, y podría ser que el estímulo de su acción forme parte de un vasto plan que sólo sea otro ejemplo de las inmutables leyes de la naturaleza y su economía animal. Shakespeare hace decir a Julio César que: De todas las cosas asombrosas que he escuchado, la más extraña es el temor; viendo que la muerte, un fin necesario, llegará cuando llegue.
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