Es un error creer que esos momentos decisivos en los que la vida cambia para siempre su dirección habitual son de un dramatismo claro y sonoro, acompañado de una conmoción interior. No es más que un invento de mal gusto, pergeñado por periodistas bebedores, por cineastas y escritores amantes del éxito fácil, cuyas mentes parecen una página de la prensa escandalosa. En verdad, el dramatismo de una experiencia que así define la vida suele ser increíblemente silencioso. Está tan lejano de un estallido, de una llamarada, de la erupción de un volcán, que la experiencia resulta casi imperceptible aun en el momento de atravesarla. Cuando despliega su efecto revolucionario para que la vida quede entonces bañada de una luz totalmente nueva, con una melodía completamente nueva, lo hace silenciosamente; en este silencio maravilloso reside su particular nobleza.
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