martes, 16 de enero de 2024

Paco Ignacio Taibo

 Mi historia personal es la de un eterno combate contra los dragones que devoraban las cosechas, esclavizaban a niños de cinco años, consumían a los hombres hasta llevarlos a un estado próximo a la total imbecilidad y destruían la chispa de la vida en sus ojos; para derrotarlos crecí y me cubrí con su sangre, que en cierta medida era la mía.

 Me habré de llamar Peng Pai aunque nací con el nombre de Peng Han Yu, que cambiaré en mi adolescencia. A la muerte de mi padre, sucedida cuando tenía diez años, mi abuelo tomó el control de mi vida y mi crianza, me rodeó de maestros, tutores y vigilantes; decidió que yo era inteligente y que debería serlo más.

 Crecí en un mundo dominado por noticias lejanas de triunfos y reveses de señores de la guerra que dominaban provincias enteras, en un país que aparentemente era infinito y cuyos males parecían incorregibles. Mis rebeliones se limitaron en aquellos primeros años a combatir los símbolos. Me negué a dejar de pensar y un día destruí con un cincel la estatua que querían inaugurar en Haifeng de un caudillo militar al que yo no tenía ningún respeto.

El 30 de agosto fui torturado durante cinco horas. Los interrogadores eran muy torpes y no sabían exactamente qué era lo que estaban buscando. En la soledad de la celda y ayudado por uno de los carceleros pude escribir una nota para Zhou Enlai: «No podemos salvarnos del terror blanco esta vez. Tres de nosotros hemos admitido abiertamente nuestra identidad y hemos hecho el mejor trabajo de propaganda que hemos podido entre los soldados». Ese mismo día fui sacado al patio del cuartel de policía de Lunghua; dos soldados me llevaban casi cargando porque no podía caminar. Me colocaron de espaldas a una pared blanca. Hacía calor. Hablé con los soldados que iban a fusilarme, les dije que antes de apretar el gatillo pensaran bien lo que estaban haciendo, que ellos eran campesinos. El oficial dio la orden de fuego y los soldados no dispararon. Entonces el oficial le quitó un fusil a uno de los soldados y me apuntó. Traté de gritar «¡Viva la revolución!», pero fue más veloz la bala y la frase quedó incompleta. Los hombres que se preparaban para asaltar el cuartel, cuando finalmente lograron poner las armas a punto, supieron que yo ya había sido fusilado. El hombre que me delató, Pai Hsin, fue ajusticiado de un tiro por un comunista en las calles de Shanghai días más tarde. 

Tiraron mi cadáver en una fosa sin nombre junto al de mis compañeros.

 No podía aspirar a mejor compañía. 

Ésta es mi historia.


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