Yo recuerdo, de pequeño, que en el día de mi cumpleaños me daban pasteles, ese día me dieron dos. Y mi madre me dijo: “Toma, llévale estos seis a la vecina”. Y yo dije: “No puede ser que la vecina se coma seis y yo me coma dos, si es mi cumpleaños”. Total, yo era una persona bastante educada y reflexiva, cogí la bandeja y se los di a la vecina. Al día siguiente la vecina le dijo a mi madre: “Gracias por los dos pasteles que me trajiste”. Claro, todavía no se entiende. No se entiende el mirar del niño. Digamos que los maestros dedicamos parte de nuestra vida a hacer coincidir nuestra mirada con su mirada infantil. Siempre me perdía yo, nunca se perdían mis padres. Pero esto sigue igual, siempre se pierden los niños, nunca se pierden los padres. Tú te has dado cuenta de esto, ¿verdad? ¿Sabes qué anotaba yo en ese cuaderno? Anotaba que el que se pierde en la vida es el que no sigue a nada ni a nadie. Recuerdo que una vez tenía un profesor que me dijo: “Esta clase va a ser muy aburrida, el que quiera marcharse que se vaya”. Pues yo me fui. Y no había salido por la puerta y me dijo: “¿Dónde va?”. Y yo: “Pues que me voy, si ya dice usted que es aburrida”. Y me dice: “Es una manera de hablar”. Es una manera de hablar. Yo tenía que interpretar qué significaba la manera de hablar. Pero yo apunté en este cuaderno que, cuando yo fuera maestro, buscaría una manera de hablar que entendiera aquel a quien dirijo el mensaje. Bueno, fuimos creciendo, llegó el momento de hacer Magisterio y lo hice sin ninguna duda y como primera opción, totalmente convencido. A pesar de algunas discrepancias con familiares muy cercanos, porque ellos me decían que el expediente académico que tenía me permitía hacer lo que yo quisiera. Y entonces me decían: “¿No te das cuenta que puedes hacer lo que quieras?”. Y yo les decía: “Quiero hacer Magisterio, ¿cuál es el problema?”.
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