Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa
la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la
huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han
atravesado (o más sencillamente, en el lenguaje o en las costumbres).
Esto vale tanto para los clásicos antiguos como para los
modernos. Si leo la Odisea leo el texto de Homero, pero no puedo
olvidar todo lo que las aventuras de Ulises han llegado a significar a
través de los siglos, y no puedo dejar de preguntarme si esos
significados estaban implícitos en el texto o si son incrustaciones o
deformaciones o dilataciones. Leyendo a Kafka no puedo menos que
comprobar o rechazar la legitimidad del adjetivo «kafkiano» que
escuchamos cada cuarto de hora aplicado a tuertas o a derechas. Si
leo Padres e hijos de Turguéniev o Demonios de Dostoyevski, no
puedo menos que pensar cómo esos personajes han seguido
reencarnándose hasta nuestros días.
La lectura de un clásico debe depararnos cierta sorpresa en
relación con la imagen que de él teníamos. Por eso nunca se
recomendará bastante la lectura directa de los textos oríginales
evitando en lo posible bibliografía crítica, comentarios,
interpretaciones. La escuela y la universidad deberían servir para
hacernos entender que ningún libro que hable de un libro dice más
que el libro en cuestión; en cambio hacen todo lo posible para que se
crea lo contrario.
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