Para Historias de diván, escribí: «La muerte es incomprensible, injusta, y el dolor que ocasiona a los que pierden a un ser querido es tan grande y tan profundo, que la propia vida parece haberse ido con la persona muerta. El mundo se ensombrece y nada de lo que nos importaba tiene ya valor». Somos una especie consciente de su propia finitud, de ahí que el tema genere empatía, porque todos hemos perdido a alguien o fantaseado, incluso, con nuestra propia muerte. Don Juan, el personaje de los libros de Carlos Castaneda, decía que quien se diera vuelta con rapidez podría verla allí, a la izquierda, cinco centímetros detrás. Lo que estamos haciendo se está muriendo a cada instante. El deseo nos permite colocar cosas entre la muerte y nosotros: «Deseo recibirme, casarme o tener hijos»; entonces, cuando alguien mira hacia adelante ve lo que desea, un proyecto en lugar del abismo. «Morir es una costumbre que sabe tener la gente», escribió Borges, quien, además, dijo que «morir es haber nacido». Allí vemos la manifestación más plena y dura de la Castración, del «todo no se puede»: En algún momento, vamos a morir. Parafraseando a Dolina, la muerte es una calle que algún día hará esquina con nosotros. Lo único que podemos hacer para que esa certeza no nos envuelva en una angustia fatal, es desear. ¿Qué le pasa a una persona depresiva? Se ha quedado sin velos que lo separen de la muerte, sale del mundo del deseo. Mira hacia adelante y siente que su destino es morir. Se le dice que se levante de la cama, que salga y responde: «¿Para qué?». En realidad está diciendo: «¿Para qué, si igual me voy a morir?». Se trata de ayudarlo a rearmar esos velos que ha perdido, que no son engaños, sino construcciones reales que deben estar apoyadas en un deseo para que adquieran sentido: cosas que nos permiten ver lo que todavía tenemos ganas de soñar. El trabajo de un analista consistirá, entonces, en intentar que una persona depresiva vuelva a entrar al mundo del deseo. El deseo es la vida, su ausencia es la muerte.
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