viernes, 24 de noviembre de 2023

Victor Hugo

 


— No creía que eso fuera tan monstruoso. Es una equivocación de la ley humana. La muerte pertenece sólo a Dios. ¿Con qué derecho los hombres tocan esa cosa desconocida?

 Con el tiempo, estas impresiones se atenuaron y probablemente se borraron. Sin embargo, observose que, desde aquel instante, el obispo evitaba pasar por la plaza de las ejecuciones.

 A cualquier hora se podía llamar a monseñor Myriel a la cabecera de los enfermos y de los moribundos. No ignoraba que aquél era su mayor deber y su mayor tarea. Las familias de viudas y huérfanos no tenían necesidad de llamarle; iba él mismo. Sabía sentarse y permanecer callado largas horas al lado del hombre que había perdido a la mujer que amaba, al lado de la madre que había perdido a su hijo. Así como cuándo callar, sabía también cuándo debía hablar. ¡Oh, admirable consolador! No trataba de borrar el dolor con el olvido, sino de engrandecerlo y dignificarlo con la esperanza. Decía:

 — Tened cuidado al considerar a los muertos. No penséis en lo que se pudre. Mirad fijamente. Descubriréis la luz viva de vuestro muerto bienamado en el fondo del cielo.

 Sabía que la fe es sana. Trataba de aconsejar y calmar al hombre desesperado, señalándole con el dedo al hombre resignado; y de transformar el dolor que mira una fosa, mostrándole el dolor que mira una estrella.


No hay comentarios:

Publicar un comentario