Disfrutar de suficientes bienes supone no tener que pensar en el dinero todo el tiempo. Nos libera para realizar actividades menos tediosas. Para Marx, los asuntos económicos, lejos de ser una obsesión, son una farsa paródica del verdadero potencial humano. El quería una sociedad donde lo económico dejara de monopolizar tanto tiempo y tantas energías. Es comprensible que nuestros antepasados estuvieran preocupados por los asuntos materiales. Cuando el excedente económico que se puede producir no pasa de ser exiguo (cuando no nulo del todo), solo el trabajo duro incesante puede evitar el hambre y la muerte. El capitalismo, sin embargo, genera la clase de excedente en abundancia que permitiría incrementar el tiempo libre a gran escala. Lo irónico es que crea esa riqueza conforme a un esquema que exige una acumulación y una expansión constantes, y, por consiguiente, un trabajo sin descanso. Es un sistema contraproducente. De ahí que los hombres y, las mujeres modernos, rodeados como están de una prosperidad económica inimaginable para los cazadores-recolectores, para los antiguos esclavos o para los siervos feudales, terminen trabajando tanto tiempo y tan duro como los que más de todos esos predecesores suyos. El tema central de la obra de Marx es el disfrute humano. La vida buena, para él, no es una vida dominada por el trabajo, sino por el tiempo libre. La realización personal en libertad es una forma de «producción», sí, pero no una producción coactiva. Y el ocio es necesario para que hombres y mujeres dediquen tiempo a la gestión de sus propios asuntos. Sorprende, pues, que el marxismo no atraiga a sus filas a más haraganes en toda regla y a más vagos profesionales. Aunque esto último se debe, en realidad, a que son muchas las energías que hay que emplear en alcanzar esa meta. El ocio es algo que nos tenemos que trabajar.
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