El Tao devenga enormes dividendos una vez que asimilamos que la vida y la muerte —la existencia y la no existencia— son sólo una manifestación más del yin y el yang. A muchos occidentales nos cuesta comprender este concepto porque hemos crecido en una cultura materialista que por defecto enfatiza las «cosas». De ahí que las personas se centren demasiado en asuntos de la existencia mundana —casas, coches, escuelas, ropa, profesiones, impuestos, política y escándalos— y que descuiden los usos de la no existencia. Apreciar la no existencia nos permite existir más plenamente. Y debemos enfrentarnos al vacío para alcanzar esa plenitud. Un bebé aparece cuando se vacía el útero. Una mente serena emerge cuando se vacía el ego. Una vida es dichosa cuando se ha vaciado del miedo a la muerte. Centrándonos en el vacío, apreciamos la plenitud. Desde un punto de vista cósmico, incluso la vida humana más larga, pongamos de un siglo, es un mero parpadeo de conciencia, una luciérnaga que brilla durante un ahora en una eterna sucesión de noches de verano. Para abrazar la idea de que la vida tiene un origen (el Tao) al que un día regresará para manifestarse de nuevo en otras formas hay que darse cuenta de que la existencia y la no existencia están vinculadas. Tu ego será disuelto por la muerte, pero tu energía vital será reciclada y transformada. Mientras que los científicos occidentales necesitaron siglos para descubrir las leyes de conservación que gobiernan a las energías no vivas, los antiguos filósofos chinos e hindúes entendieron que las energías vivas también se conservan.
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