Nadie muere de viejo, o al menos así estaría legislado si los estadísticos gobernasen el mundo. Todos los meses de enero, justo cuando la implacable tiranía del invierno ha impuesto su blanco dominio, el gobierno de Estados Unidos publica su Informe preliminar sobre las estadísticas de mortalidad. Ni entre las primeras quince causas de muerte, ni en ningún otro lugar de ese insensible sumario se puede encontrar una relación de los que simplemente se extinguen. Con obsesiva pulcritud, el informe asigna, en sus ordenadas columnas, una categoría clínica específica de alguna patología fatal a todos los octo y nonagenarios. Ni siquiera los pocos cuya edad se registra en tres dígitos escapan a la ordenada nomenclatura de los tabuladores. Por orden no sólo del Ministerio de Sanidad, sino también por el decreto universal de la Organización Mundial de la Salud todo el mundo ha de morir de una causa concreta. En treinta y cinco años de médico en ejercicio nunca he cometido la temeridad de escribir el término «vejez» en un certificado de defunción, porque sé que me devolverían el impreso con una escueta nota de algún funcionario informándome que había vulnerado la ley. En todo el mundo es ilegal morir de viejo. Los estadísticos parecen incapaces de aceptar un fenómeno natural a menos que esté tan bien definido como para encajar limpiamente en una categoría concreta y fácilmente delimitable. El informe anual de los contables federales de decesos es muy ordenado —no muy imaginativo y, en mi opinión, no refleja fielmente la vida real (y la muerte real)—, pero, eso sí, muy ordenado. Estoy convencido de que muchas personas mueren de vejez. Aunque haya anotado cualquier diagnóstico científico en los certificados de defunción oficiales para satisfacer al Departamento de Estadística, yo sé bien de qué han muerto esas personas. En un momento dado, alrededor del 5 por ciento de nuestros ancianos vive en residencias asistenciales. Si han estado allí más de seis meses, la inmensa mayoría nunca abandonará la residencia con vida, excepto quizás por un breve período terminal en un hospital, donde algún joven médico residente rellenará uno de esos certificados de defunción tan pulcros. ¿De qué mueren estos ancianos? Aunque sus médicos registren obedientemente causas diversas, tales como ataque cerebrovascular, o insuficiencia cardíaca, o neumonía, en realidad estos ancianos han muerto porque algo en ellos se ha consumido. Mucho antes del desarrollo de la medicina científica todo el mundo sabía esto. El 5 de julio de 1814, Thomas Jefferson, con setenta y un años, escribía a John Adams, de setenta y ocho: «Nuestras máquinas han estado trabajando setenta u ochenta años, y es de esperar que, con lo gastadas que están, empiecen a fallar, un eje por aquí, un disco por allá, después un piñón o un muelle; y aunque podamos remendarlas por un tiempo, a la larga acabarán parándose».
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