miércoles, 9 de agosto de 2023

Jack London

 


Durante toda mi vida he tenido conciencia de otros tiempos y de otros lugares. He sido consciente de la existencia de otras personas en mi interior. Y créanme, lectores, lo mismo les ha sucedido a ustedes. Regresen mentalmente a su niñez, y recordarán esta conciencia de la que hablo como una experiencia propia de la infancia. En aquel momento no habían cobrado una forma fija, no habían cristalizado; eran aún plásticos, un alma fluctuante, una conciencia y una identidad en proceso de formación, de formación —¡ay!— y de olvido.

    Han olvidado muchas cosas, queridos lectores, y, aun así, al leer estas líneas, recuerdan vagamente las brumosas visiones de otros tiempos y de otros lugares que presenciaron con ojos infantiles; hoy les parecen sueños. Sin embargo, aun siendo sueños, por tanto, ya soñados, ¿de dónde surge su materia? Nuestros sueños se componen de una grotesca mezcla de cosas ya conocidas. La esencia de nuestros sueños más puros es la esencia de nuestra experiencia. Cuando ustedes eran tan solo niños soñaron que caían desde grandes alturas; soñaron que volaban por el aire como vuelan los seres alados; les acosaron arañas de innumerables patas y demás criaturas salidas del fango; oyeron otras voces, vieron otras caras inquietantemente familiares, y contemplaron amaneceres y ocasos distintos a los que hoy, al mirar atrás, saben que alguna vez contemplaron.
    En fin, de acuerdo, esas visiones de la infancia son visiones de otros mundos, de otras vidas, de cosas que nunca habían visto en la vida misma que ahora están viviendo. ¿De dónde surgen, entonces? ¿De otras vidas? ¿De otros mundos? Quizás, cuando hayan leído todo lo que voy a escribir, encontrarán respuesta a las incógnitas que les he planteado y que ustedes mismos, antes de llegar a leerme, seguro que también se habían planteado.
    Wordsworth lo sabía. No era profeta ni vidente, sino un hombre normal y corriente como ustedes o como cualquier otro. Lo que él sabía, lo saben ustedes y lo sabe cualquiera, pero él lo expuso más acertadamente en aquel poema que comienza así: «Ni en la completa desnudez ni en el olvido total…».
    Y sí, es cierto, los recuerdos de esta prisión de carne se ciernen sobre nosotros apenas nacemos, y todo lo olvidamos demasiado rápido. Y sin embargo, aun recién nacidos, sí que recordábamos otros tiempos y lugares. Nosotros, niños indefensos, sujetos en brazos o arrastrándonos a cuatro patas por el suelo, soñábamos que volábamos por el aire. Sí, y soportábamos el tormento de aterradoras pesadillas, con seres oscuros y monstruosos. Nosotros, niños recién nacidos, sin ninguna experiencia, nacimos con miedo, con el recuerdo del miedo: y la memoria es experiencia.
    En cuanto a mí, cuando apenas empezaba a hablar, a una edad tan tierna que todavía emitía sonidos para expresar si tenía hambre o sueño, ya sabía que había sido un vagabundo de las estrellas. Sí, yo, que nunca había balbuceado la palabra «rey», recordaba que una vez había sido el hijo de un rey. E incluso recordaba que alguna vez también había sido esclavo, e hijo de esclavos, y que había llevado una argolla alrededor del cuello.
    Y más todavía. Cuando tenía tres años, y cuatro, y cinco años, aún no era yo mismo. Era solamente una transformación en curso, un flujo del espíritu todavía caliente en el molde de mi carne en un tiempo y en un espacio concretos. En aquel tiempo, todo lo que había sido en las miles de vidas anteriores se agolpaba en mí, confundiendo el flujo de mi espíritu, en un esfuerzo por convertirse e incorporarse a mi persona.
    Qué estupidez, ¿no? Pero recuerden, lectores —espero viajar lejos con ustedes, a través del tiempo y del espacio—, recuerden que he pensado mucho sobre todas estas cuestiones; que a lo largo de noches de sangre, de oscuros esfuerzos que duraron años y años, he estado a solas con mis muchas otras identidades y he podido contemplarlas y examinarlas. He pasado toda clase de infiernos en diferentes existencias para traerles noticias que compartiremos en esta hora, mientras leen cómodamente estas páginas.
    Y volviendo a lo anterior, les decía que a la edad de tres, cuatro o cinco años, yo todavía no era yo. Simplemente estaba materializándome mientras tomaba forma en el molde de mi cuerpo, y todo el tiempo pasado, con su potencial indestructible, se forjaba en la mezcla de mi ser para determinar cuál sería la forma definitiva. No fue mi voz la que gritó en la noche por temor a cosas de sobra conocidas, pero que yo, en verdad, ni conocía ni podía conocer. Lo mismo sucedía con mis rabietas infantiles, con mis amores, con mis risas. Otras voces gritaban a través de mi voz, las voces de hombres y mujeres de otras épocas, de todos mis antepasados ocultos entre sombras. Y el gruñido de mi rabia se fundía con el de bestias más antiguas que las montañas; y los gritos histéricos de mi infancia, con todo el rojo de su ira, no desentonaban con los gritos bárbaros e ininteligibles de bestias pregeológicas anteriores a Adán.

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