Por más que avance la tecnología y por más aplicaciones inteligentes que tengamos en nuestros malditos iPhones, iPads y iPods, nunca seremos capaces de superar nuestra vulnerabilidad, nuestra angustia, nuestra mortalidad ni nuestra confusión sobre quiénes somos y qué queremos. Seguiremos teniendo que encarar cada día las difíciles decisiones existenciales sobre qué hacer, quién ser, por qué luchar y a qué darle valor. Ni la ciencia ni la tecnología pueden cambiar la verdad existencial según la cual el ser humano nunca será capaz de encontrar una satisfacción plena y permanente y siempre sentirá una carencia. Por más productos que nos ofrezca el mundo moderno, siempre acabarán apareciendo el aburrimiento y la insatisfacción. El universo existencialista es mucho más terrenal y no es tan científico como el mundo de la astronomía y la cosmología. Es el día a día del individuo que, al toparse con obstáculos, desafíos y otras personas, debe decidir una y otra vez si se enfrentará o no a esas dificultades y cómo lo hará. En los escritos clásicos de los filósofos existencialistas, este universo, esta sucesión de situaciones que piden respuesta, está casi siempre representado por una serie de espacios urbanos lúgubres ocupados por adultos angustiados que se obsesionan con sus relaciones personales; un apartamento parisino o un club nocturno de lo más sórdido, ahogado en una densa nube de humo de tabaco y donde cada triste cliente es un fracasado drogadicto o borracho.
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