Una y otra vez, a lo largo de los años, como asesor filosófico en Nueva York, he atendido a clientes que tenían éxito en lo material pero que no eran felices en lo personal. Estos clientes eran hombres y mujeres profesionales. Entre ellos había abogados, analistas financieros o trabajadores del sector sanitario. Todos tenían profesiones bien remuneradas y, sin embargo, vivían estresados e infelices, atrapados en la vasta red urbana del gran Nueva York. ¿Qué buscaban al consultar con un filósofo? Ante todo, afirmación. Estos clientes estaban a punto de efectuar un cambio de vida de mucho calado, al borde de renunciar a agresivos estilos de vida urbanos a cambio de relajados estilos de vida rurales; en el umbral de convertirse en floristas, paisajistas o médicos de medicina holística. Acudían a un filósofo para explorar las virtudes de la transformación que tenían intención de emprender, para deliberar sus pros y contras y para averiguar si yo (como algunos de sus familiares y amigos) pensaba que estaban locos por plantearse algo semejante. Las más de las veces se llevaron una sorpresa agradable cuando les dije que a mí me parecían bastante cuerdos. La única parte de locura era la cantidad de tiempo que habían tardado en alcanzar aquella fase. Muchos de estos clientes se pusieron después en contacto conmigo para confirmar que su vida había cambiado enormemente y, además, para mejor. Los seres humanos somos criaturas tan adaptables que podemos acostumbrarnos a casi todo, incluso a estilos de vida estresantes, para luego cometer la equivocación de pensar que llevamos una vida normal.
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