domingo, 11 de junio de 2023

Fernando Savater

 


Los escritores estimulan la imaginación de sus lectores por medio de las historias que les cuentan; pero unos pocos logran también ese mismo objetivo con sus propias biografías: Voltaire, Tolstói, Yukio Mishima… Es un caso nada infrecuente, sobre todo entre escritores norteamericanos, desde Edgar Allan Poe y Melville hasta Dashiell Hammett. Y Jack London, por supuesto.

    La vida de John Griffith, que firmó su obra imperecedera —o más modestamente, que durará junto a las más longevas hasta el acabamiento universal— como Jack London, lo tiene todo para despertar el interés y, si no me equivoco, la simpatía de la mayoría de los aficionados a la literatura. Hijo de un astrólogo y una adepta al espiritismo, fue un niño miserable, autodidacta esforzado, que vagabundeó por oficios tan diversos como cazador de focas en Japón, peón caminero en Canadá y los Estados Unidos o buscador de oro en Alaska. Después se hizo periodista y más tarde novelista, llegando a ser autor de algunos de los primeros bestseller de Norteamérica. Políticamente militó siempre en movimientos de izquierda —con los que su individualismo radical no hizo nunca, sin embargo, buenas migas del todo—, por lo que en sus novelas trata de compaginar el afán de aventuras del héroe solitario con la preocupación social del sujeto concernido por la colectividad. Pasó de la miseria a la opulencia, se arruinó varias veces, abusó del alcohol, acometió numerosos viajes y dos conflictivos matrimonios, hasta que finalmente se suicidó a los cuarenta años. No sé qué opinarán ustedes —la verdad es que me trae sin cuidado—, pero yo le tengo por uno de los personajes más simpáticos de la historia de la literatura.
Las obras más célebres de Jack London son sin duda sus novelas del Gran Norte — La llamada de la selva y Colmillo Blanco —, su ambiguo thriller marino El lobo de mar y su relato semiautobiográfico Martin Eden , así como numerosos cuentos magistrales. 

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