Georges Braque superaba el metro ochenta y era un hombre de rostro ancho, cuadrado y atractivo, procedente del puerto del Havre, en el Canal de la Mancha. Hijo de un decorador con aires de artista, Braque era una persona apegada al contacto físico, que practicaba el boxeo, amaba el baile y era siempre bien recibido en las fiestas de Montmartre porque tocaba el acordeón (aunque Beethoven era más de su gusto). «Nunca decidí hacerme pintor, de igual manera que nunca decidí empezar a respirar —dijo—. No recuerdo haber hecho una elección». [269] En 1906 expuso sus cuadros por vez primera en el Salon des Indépendants, y en 1907 su obra ya tenía un lugar al lado de la de Matisse y Derain: se había hecho tan famosa que no era difícil venderla a medida que la iba produciendo. A pesar de su éxito, cuando vio Les demoiselles d’Avignon vio claro que era ése el camino que debía seguir y no dudó en cambiar de rumbo. Durante dos años, a medida que evolucionaba el cubismo, vivieron prácticamente pegados el uno al otro, pensando y trabajando como una sola persona. «Las cosas que nos dijimos durante esos años Picasso y yo —dijo más tarde — nunca se volverán a decir, y si se dijeran, nadie sería ya capaz de entenderlas. Éramos como dos montañeros atados a la misma cuerda»
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