lunes, 8 de mayo de 2023

Jean-Marie Gustave Le Clézio

  


El escalofrío que uno siente al leer los más bellos textos de la humanidad, como el discurso que Chief Stealth dio en la mitad del siglo XIX al presidente de los Estados Unidos cuando les concedió su tierra: “Podemos ser hermanos después de todo…”. Algo simple y verdadero, que existe en el lenguaje por sí mismo. Un encanto, algunas veces una treta, una danza chirriante o largas campanadas de silencio. El lenguaje de farsa, de interjecciones, de cursos, y luego, inmediatamente después, el lenguaje del paraíso. Es a ella, a Elvira, que dirijo este tributo —y a ella que dedico el premio que la Academia Suiza me ofrece. A ella y a todos los escritores con los que —o a veces contra los que— he vivido. A los africanos Wole Soyinka, Chinua Achebe, Ahmadou Kourouma, Mongo Betu, a Cry the Beloved Country de Alan Paton, a Chaka de Thomas Mofolo. Al gran autor mauritano Malcolm de Chazal, que escribió, entre otras cosas, Judas. Al novelista mauritano de lengua hindi Abhimayu Unnuth, por Lal Passina (Sangre sudorosa), al novelista Urdu Qurratulain Hyder por su épica novel Ag Ka Darya (Río de fuego). Al desafiante Danyél Waro de La Reunión, por sus canciones maloya; al poeta kanak Déwé Gorodey, que desafió los poderes coloniales de camino a la prisión; al rebelde Abdourahman Waberi. A Juan Rulfo y Pedro Páramo y sus relatos en El Llano en llamas, y las simples y trágicas fotografías que tomó del México rural. A John Reed por Insurgent Mexico; a Jean Meyer que fue el portavoz de Aurelio Acevedo y los cristeros insurgentes del centro de México. A Luis González, autor de Pueblo en vilo. A John Nichols, que escribió sobre la amarga tierra de The Milagro Beanfield War; a Henry Roth, mi vecino de la calle Nueva York en Albuquerque, New Mexico, por su Call it Sleep. A Jean Paul Sartre, por las lágrimas contenidas en su obra Morts sans Sépulture. A Wilfredo Owen, el poeta que murió en la ribera de Marne en 1914. A J. D. Salinger, porque triunfó al ponernos en los zapatos de un chico de 14 años llamado Holden Cauldfield. A los escritores de las primeras naciones en América —Sherman Alexie el Sioux, Scott Momaday el navajo por The Names. A Rita Mestokosho, una poeta innu proveniente de Mingan, Quebec, que dirige su voz a los árboles y los animales. A José María Arguedas, Octavio Paz, Miguel Ángel Asturias. A los poetas del oasis de Oualata y Chinguetti. Por su gran imaginación, a Alfonso Allais y Raymond Queneau. A Georges Perec por Quel Petit Vélo à Guidon Chrome au Fond de la Cour? A los autores de las Indias Occidentales Edouard Glissant y Patrick Chamoiseau, a René Depestre de Haití, a André Schwartz-Bart por Le Dernier des Justes. Al poeta mexicano Homero Aridjis que nos acercó a imaginar la vida de una tortuga vuelta al revés, y que evoca los ríos color naranja cuyo afluente lo hacen mariposas monarca que recorren las calles de su villa, Contepec. A Vénus Koury Ghata que habla de Líbano como un trágico e invencible amante. A Khalil Gibran. A Rimbaud. A Emile Nelligan. A Réjean Ducharme, por la vida. Al niño desconocido que encontré un día, en el delta del río Tuira, en el bosque del Darién. Por la noche, sentado en el piso de una tienda, iluminado por la flama de una lámpara de keroseno, está leyendo un libro y escribiendo, encorvado hacia delante, sin prestar la más ligera atención a lo que lo rodea. Ese niño sentado con las piernas cruzadas, en el piso de esa tienda, en el corazón del bosque, leyendo solo a la luz de la lámpara, no está allí por casualidad. Él se parece al hermano de otro chico al que me referí al inicio de estas páginas, que estaba tratando de escribir con un lápiz de carpintero en la contraportada de unos libros, en los años oscuros al término de la guerra. El niño nos recuerda dos grandes tareas en la historia de la humanidad, tareas que estamos lejos de cumplir. La erradicación del hambre y la eliminación del analfabetismo. En todo su pesimismo, la frase de Stig Dagerman sobre la paradoja fundamental del escritor, insatisfecho porque no puede comunicarse con aquellos que padecen hambre —sea de alimentos o de conocimientos— toca la gran verdad. La alfabetización y la batalla contra el hambre se conectan de manera cercana, interdependiente. Una no puede triunfar sin la otra. Ambas requieren, además de impulso, que actuemos. Así que en este tercer milenio, que apenas ha iniciado, ningún niño en este planeta compartido, más allá de su género, su lenguaje o su religión, debe ser abandonado a la hambruna o la ignorancia, o llevado lejos del banquete. Este chico lleva consigo el futuro de la raza humana. En palabras del gran filósofo Heráclito, pronunciadas mucho tiempo atrás, el reino pertenece a un niño».

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