Imaginen un asalariado, sea cual sea su profesión, que fue contratado seis meses atrás en una empresa cualquiera. Venía de pasar dieciocho meses en el paro, dieciocho meses de dificultades. Hacía más de quinientos días que se repetía noche y día: «¡Qué feliz sería si volviera a tener trabajo!». Por fin, hace seis meses, lo contrató una empresa: salario correcto, empleo a jornada completa, contrato indefinido... ¡La felicidad! Al menos, eso fue lo que pensó al principio. Pero el tiempo fue pasando. Una semana. Dos semanas... El problema, claro está, es que desde que lo contrataron ya no le falta el trabajo. Tiene trabajo, y tiene más bien mucho: está hasta arriba de trabajo, y muy pronto ¡está hasta las narices del trabajo! Porque si el deseo es falta, en cuanto el trabajo ya no le falta, ya no desea trabajar. Él, lo que desea, como todo el mundo, son los fines de semana, las vacaciones, la jubilación... Y como el amor es deseo, si ya no desea trabajar, eso significa que ya no le gusta su trabajo. A él, lo que le gusta, como a todo el mundo, es el tiempo libre, el descanso, el ocio... ¡Menudo rollo tener que trabajar para ganarse la vida! ¡Ah! ¡Si le tocara la lotería y pudiera vivir de las rentas! En definitiva, lo que Platón nos ayuda a comprender, y que nos dice mucho sobre el trabajo y también sobre la condición humana, es que el trabajo solo hace feliz... ¡a un parado! Pero, desgraciadamente, no le hace feliz porque está en paro, ya que le falta el trabajo, y sufre por esta falta. Y el trabajo no hace felices a los asalariados, pues éstos tienen trabajo y éste por lo tanto no les falta, cosa que les hace incapaces de desearlo o de amarlo. O sea que, como habría podido decir Louis Aragon, ¡no existe trabajo feliz!
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