En algunos aspectos la ciencia ha superado ampliamente a la religión en lo que a provocar pavor se refiere. ¿Cómo es posible que casi ninguna religión importante haya analizado la ciencia y concluido: «¡Esto es mejor de lo que habíamos pensado! El universo es mucho más grande de lo que decían nuestros profetas, más preeminente, más sutil, más elegante. Dios tiene que ser aún más grande de lo que habíamos soñado.»? En lugar de eso, exclaman: «¡No, no y no! Mi Dios es un Dios pequeño, y quiero que siga siéndolo.» Una religión, antigua o nueva, que subrayara la magnificencia del universo como la ha revelado la ciencia moderna, podría ser capaz de levantar reservas en la reverencia y el temor apenas intuidas por los credos convencionales. Tarde o temprano deberá surgir una religión así. Dos o tres milenios atrás, nadie se avergonzaba por el hecho de pensar que el universo fue hecho para nosotros. Era una tesis atractiva, y compatible con todo lo que conocíamos; era lo que propugnaban los más eruditos sin salvedad. Pero hemos descubierto muchas cosas desde entonces. Defender hoy en día semejante postura equivale a pasar premeditadamente por alto la evidencia, y a una huida del autoconocimiento. Aun así, a muchos de nosotros esas desprovincializaciones nos causan encono. Si bien no llegan a triunfar, suponen un desgaste de las esperanzas, a diferencia de las felices certezas antropocéntricas de otros tiempos, que comulgan con la utilidad social. Queremos estar aquí con una finalidad, aunque, a pesar de tanta decepción, nada es evidente. «La vacía irracionalidad de la vida —escribió León Tolstoi— es el único conocimiento incuestionable a que tiene acceso el hombre.» Nuestra época sobrelleva la carga del peso acumulado en los sucesivos desprestigios de nuestras concepciones: somos recién llegados. Vivimos en una región olvidada del cosmos. Surgimos de microbios y detritus. Los simios son nuestros primos. Nuestros pensamientos y sentimientos no se hallan enteramente bajo nuestro control. Es posible que existan seres muy diferentes y mucho más listos en algún lugar. Y, por si fuera poco, estamos estropeando nuestro planeta y convirtiéndonos en un peligro para nosotros mismos. Bajo nuestros pies, la trampilla está abierta. Nos descubrimos precipitándonos en caída libre, pero sin fondo. Estamos perdidos en una inmensa oscuridad y no hay nadie que pueda mandarnos un equipo de rescate. Ante tan dura realidad, naturalmente, nos sentimos tentados a cerrar los ojos y fingir que nos encontramos seguros y confortables en casa, que la caída no es más que una pesadilla. No hemos alcanzado un consenso acerca de nuestro lugar en el universo. No hay acuerdo generalizado sobre una visión a largo plazo del objetivo de nuestra especie, de no ser, quizá, la simple supervivencia. Especialmente cuando corren malos tiempos, andamos desesperados buscando aliento y no nos sentimos receptivos para atender a la letanía de las grandes decepciones y las esperanzas frustradas. Sí estamos, en cambio, mucho más dispuestos a escuchar que somos especiales, sin importarnos que las evidencias que lo avalan tengan el grueso de una hoja de papel. Si solamente hace falta algo de mito y ritual para que podamos soportar una noche que parece interminable, ¿quién no va a compadecerse y comprendernos?
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