martes, 14 de marzo de 2023

Oliver Sacks

 


Ahora que tengo casi ochenta años y sufro una serie de problemas médicos y quirúrgicos, ninguno de los cuales me tiene impedido, me alegro de estar vivo. «¡Me alegro de no estar muerto!», exclamo a veces cuando hace un día espléndido. (Lo cual contrasta con una historia que le oí contar a un amigo: una espléndida mañana de primavera paseaba con Samuel Beckett por París, y mi amigo le dijo: «En un día como éste, ¿no se alegra de estar vivo?». A lo cual Beckett contestó: «Tampoco hay que exagerar»). Doy gracias por haber vivido muchas cosas —algunas maravillosas y otras horribles— y por haber sido capaz de escribir una docena de libros, por haber recibido innumerables cartas de amigos, colegas y lectores, y por haber disfrutado de lo que Nathaniel Hawthorne denominó «un diálogo con el mundo».

 Lamento haber desperdiciado mucho tiempo (todavía lo hago); lamento ser tan terriblemente tímido a los ochenta como lo era a los veinte; lamento no hablar otro idioma que mi lengua materna, y no haber viajado ni conocido tantas culturas como debería.

 Tengo la sensación de que debería intentar completar mi vida, aunque no sepa muy bien qué significa «completar una vida». Algunos de mis pacientes que ya han cumplido los noventa o los cien años entonan el nunc dimittis : «He tenido una vida plena, y ahora estoy preparado para partir». Para algunos, eso significa ir al cielo, y siempre es al cielo antes que al infierno, a pesar de que Samuel Johnson y James Boswell se echaran a temblar sólo de pensar que podían ir al infierno y se enfurecieran con David Hume, que no compartía dichas creencias. No tengo fe en ninguna existencia después de la muerte, ni la deseo: tan sólo albergo la esperanza de perdurar en el recuerdo de los amigos y de que algunos de mis libros puedan seguir «hablando» a la gente después de mi muerte.


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