domingo, 19 de febrero de 2023

Shoshana Zuboff



 La experiencia de una persona no es la vida tal como le viene, sino su interpretación de esta. La misma experiencia a la que yo no doy importancia podría ser la que más interese a cualquiera de ustedes. El yo es ese espacio interior de experiencia vivida en el que se crean esos significados. Mediante esa creación, yo me sitúo en la base misma de la libertad personal: y digo que es la «base», porque yo no puedo vivir sin interpretar, sin dar sentido a mi experiencia. Por mucho que tomen de mí, esa libertad interior para crear sentido continúa siendo mi refugio último. Jean-Paul Sartre escribió que «la libertad no es sino la existencia de nuestra voluntad», y añadió que, «de hecho, no basta querer: hay que querer querer ». Esta elevación del querer querer es el acto interior que garantiza nuestra condición de seres autónomos que proyectan al mundo su libertad de elegir y que ejercen las cualidades de un juicio moral autónomo que constituyen el necesario y definitivo baluarte de la civilización. Ahí radica el sentido de otra de las reflexiones de Sartre: «Sin reparos, propiciadas por una inquietud sin nombre, las palabras trabajan [...]. [L]a voz nace de un peligro: es necesario perderse o ganar el derecho a hablar en primera persona».  Cuanto más a fondo se interna el imperativo predictivo en el yo personal, más irresistible se le antoja el valor del excedente que este encierra y más amplia es la escala de las operaciones de acaparamiento. ¿Qué le ocurre al derecho a hablar en primera persona desde mi yo (y como mi yo), cuando a la cada vez más frenética institucionalización activada por el imperativo predictivo se la entrena para que acapare mis miradas, mis parpadeos y mis emisiones verbales, incluso cuando todavía están de camino desde mis pensamientos, y solo para convertirlo todo en un medio para los fines de otros? Ya no se trata de que el capital de la vigilancia exprima un excedente de mis búsquedas, mis compras o mi historial de navegación. Ahora ese capital de la vigilancia quiere algo más que las coordenadas que ubican mi cuerpo en el tiempo y en el espacio. Ahora profana nuestro santuario más íntimo desde el momento en que sus máquinas y sus algoritmos deciden lo que quieren decir mi respiración y mis ojos, mis maxilares, ese nudo en la garganta o los signos de admiración que mostré con toda inocencia y esperanza.


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